Los límites de la democracia fueron una preocupación recurrente para los padres fundadores de América. El historiador Fred Kaplan, en su magnífico estudio sobre John Quincy Adams, nos recuerda que, para los primeros presidentes de la joven nación, sólo el voto popular concedía legitimidad a un gobierno. El auténtico dilema, sin embargo, era el modo en que se tenía que estructurar el voto de los ciudadanos para poder consolidar un sistema político eficiente. No se trataba de la vieja democracia de los atenienses ni tampoco de la democracia moderna tal como se forjó en Occidente a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, sino de un experimento en marcha que apenas contaba con precedentes en la época. ¿Qué papel les correspondía a las leyes? ¿Se debía preservar fuera de la contienda política a las principales instituciones públicas, con el fin de garantizar su independencia? ¿Hasta dónde llevar la separación de poderes? ¿Y qué rol desempeñarían los partidos? "Ni Jefferson ni John Adams „explica Kaplan„ creían en la democracia tal como la entendemos hoy y John Quincy tenía sus dudas. Pero los tres coincidían en que los partidos políticos ejercen una mala influencia sobre el gobierno, ya que su lógica interna no responde al bien común sino al interés de los grupos de presión que los respaldan. De este modo, su actuación termina por erosionar y deslegitimar el gobierno republicano". Al igual que hacía Saturno con sus hijos, la democracia, cuando se la pervierte, acaba devorándose a sí misma. Un ejemplo lo encontramos en España „pensemos en el éxito del proceso de la Transición y en las difíciles derivaciones que aquejan a la vida política actual„; pero no sólo en España, ya que tras el 25M buena parte de Europa parece decidida a abrir una caja de Pandora en la que se dan la mano el desprestigio de los partidos gobernantes, la fragilidad de los instituciones, el cansancio de los electores y la desconfianza social. Crece el voto de rechazo, que se aglutina en torno a la extrema derecha, la extrema izquierda, el antieuropeísmo y el nacionalismo extremo. Se imponen nuevas narrativas, mientras nadie sabe muy bien hacia dónde nos dirigimos. En El fin del poder, el ensayista Moisés Naím subraya la espectacular transformación que ha supuesto esta última década para la democracia. A medida que el Estado incrementa su control sobre la sociedad, aquélla se ha ido debilitando bajo el peso de la mala gestión, los duros enfrentamientos partidistas y la corrupción institucional. En el mundo líquido de Zygmunt Baumann también el parlamentarismo se torna vulnerable. Europa de nuevo se enfrenta a sus demonios.

Aún así, la Historia no deja de actuar como un avispero de paradojas. A pesar de las duras consecuencias de la crisis económica „cuyos daños perdurarán durante décadas„, lo cierto es que nunca antes el desarrollo había alcanzado tal difusión. Cada año, millones de ciudadanos en Asia y América Latina entran a formar parte de la clase media. El mayor número de teléfonos de última generación o de coches de fabricación europea se vende ya fuera del continente. La alfabetización se extiende imparable y la esperanza de vida se alarga mes a mes, gracias a la higiene, las vacunas, la prevención y los avances médicos. La tecnología ha facilitado la interconexión global y el comercio se internacionaliza en una proporción inédita hasta ahora. Y resulta plausible creer, como sostiene la Fundación Bill & Melinda Gates, que en pocas décadas ya no quedarán países sumidos en la pobreza extrema, más allá de algunas zonas en conflicto militar o regidas „es un decir„ por grupúsculos terroristas.

Desde una perspectiva histórica nuestra época sólo se puede definir desde el éxito, lo cual no excluye que todavía existan enormes bolsas de miseria y de injusticia. En Occidente, una peligrosa atomización económica empieza a propagarse, alentando además una sociedad a dos velocidades. Sin duda, la revuelta de las elites en contra de las legítimas necesidades de la mayoría habría repugnado a los primeros padres de la democracia tanto como las retóricas antisistema de los viejos y nuevos populismos. El logro de la democracia apunta necesariamente hacia el futuro. Y para ello es fundamental que los gobiernos recuperen cuanto antes el prestigio moral que fundamenta la confianza y que ahora, dañada por la corrupción de los partidos y la crisis económica, parece perdida.