Unas elecciones municipales, las del 13 de abril de 1931, se llevaron por delante al bisabuelo del inminente Felipe VI, el rey Alfonso XIII. Un día más tarde, el 14 de abril, se proclamaba la Segunda República. Ocho décadas después, con una guerra civil de por medio y una dictadura de casi cuarenta años, unas elecciones al Parlamento europeo, las del 25 de mayo, han precipitado la abdicación de don Juan Carlos. Desde Zarzuela se afirma que el Rey decidió renunciar en enero. Cuesta creerlo. Todavía no han transcurrido tantos meses desde que la reina Sofía dejó solemnemente establecido que el Rey no abdicaba, que moriría ciñendo la corona. Y el monarca, también casi ayer mismo, aseguraba que retomaba con enormes ganas su agenda institucional. No dando crédito a la información de que la decisión de abdicar fue tomada en enero, se impone considerar que el resultado de las elecciones europeas han desencadenado, precipitado si se quiere, la renuncia. Juan Carlos se marcha porque la salvaguarda de la corona lo hace imprescindible. Lo deja por imperativo histórico. El deterioro de la institución, certificado por el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), es de tal calibre que para revertirlo no queda otra que proceder al inmediato relevo en la cúspide del Estado. Ofrecer otras explicaciones es cerrar los ojos ante la realidad. La situación de España es de evidente excepcionalidad. Para constatarlo basta con atender a lo que ayer dijo el presidente de la Generalitat de Cataluña en lo que debía ser un mensaje institucional. Artur Mas volvió a plantear su ofensiva secesionista minutos después de conocerse la abdicación del rey Juan Carlos. Algo más comedido, pero igualmente claro fue el presidente del Gobierno vasco. Urkullu también anticipó lo obvio: nos adentramos en un tiempo nuevo en el que seguramente los automatismos establecidos en la Constitución no van a ser suficientes para garantizar a medio plazo la estabilidad dinástica.

El recordatorio de lo sucedido en abril de 1931 no es ocioso y tampoco el deseo de buscar imposibles paralelismos entre dos situaciones históricas distanciadas por un margen de tiempo que ha cambiado radicalmente España. Pero hay que insistir en ello: unas elecciones municipales bastaron para acabar con el régimen monárquico, que se había suicidado, todo hay que decirlo, ocho años antes, al endosar Alfonso XIII la dictadura militar establecida por el capitán general de Cataluña, siempre Cataluña, quien lideró el clásico pronunciamiento de los uniformados contra la cuarteada legalidad constitucional. Cuando el rey quiso recuperarla era tarde. Juan Carlos jamás ha quebrantado la Constitución de 1978. Puede que la manoseara indebidamente el 23 de febrero de 1981, pero hasta que no se demuestre fehacientemente lo contrario, y no se ha demostrado, ha sido un impecable monarca constitucional. Sucede que su deterioro ante la ciudadanía, en buena parte solo a él imputable, ha venido acompañado de un clarísimo desmadejamiento institucional, agravado hasta extremos impensables solo unos años atrás por el desastre económico, que ha mermado la confianza en los dos grandes partidos nacionales, y por lo que está acaeciendo en Cataluña. Ese cúmulo de situaciones, a las que hay que sumar el pésimamente atajado asunto de la infanta Cristina y su marido, Iñaki Urdangarin, son las que al final han puesto al rey Juan Carlos en el disparadero, le han hecho darse cuenta de que se ha constituido en un elemento distorsionador, que contribuía a acentuar la desafección hacia la monarquía. La realidad, como siempre, se ha impuesto. El hijo de Juan de Borbón, el legítimo heredero de Alfonso XIII, desplazado de la línea sucesoria por decisión del general Franco, se ha cerciorado de que su tiempo ha concluido, que no había más opción que la comunicada ayer a los españoles.

Un debate inevitable. En 1975 Juan Carlos de Borbón fue proclamado rey de España porque así lo quiso el dictador, el general golpista que se sublevó contra la legalidad republicana provocando, junto a sus conmilitones, el inconcebible baño de sangre que fue la Guerra Civil de 1936-1939. Juan Carlos, una vez en el trono, desmontó la dictadura y trajo la democracia. El 6 de diciembre de 1978 se aprobó la Constitución. El monarca, que había heredado del dictador poderes absolutos, se transmutó en monarca constitucional. Previamente, en 1977, su padre, Juan de Borbón, le traspasó la jefatura de la Casa Real española. Juan Carlos devino en impecable jefe de Estado constitucional. Cierto. No lo es menos que los españoles no tuvimos la oportunidad que se aguardaba desde que concluyó la Guerra Civil: poder elegir democráticamente entre monarquía o república. En 1978 los generales franquistas no aceptaban a nadie que no fuera el designado por Franco, y así y todo, en febrero de 1981, se estuvo a un tris de un dramático naufragio.

Pero ese debate tendrá que llegar, y, dado cómo están evolucionando las cosas, el frenético ritmo que adquieren, es probable que sea el todavía hoy príncipe de Asturias quien se vea en la tesitura de tener que afrontar lo que está por venir. La Constitución se encamina hacia su reforma para tener la posibilidad de sobrevivir. El intento secesionista que se está desarrollando en Cataluña va a requerir que la reforma se ponga en marcha cuanto antes. Para las próximas elecciones generales queda un año y medio. No parece que sea tiempo suficiente. Además, primero se ha de saber quién dirigirá el PSOE a partir de julio. Después del verano, y con la convocatoria, en mayo, de las elecciones municipales y autonómicas, intentar una reforma constitucional, por la que el presidente Rajoy siente una indisimulada alergia, se antoja complicado. En la próxima legislatura, nos las veremos con un Congreso de los Diputados presidido por una casi segura acusada fragmentación, sin mayorías nítidas. Entonces, una reforma constitucional para tratar de solventar el asunto catalán será aprovechada por determinadas fuerzas políticas para plantear como alternativa la fórmula republicana. El debate se hará imparable.

La eclosión de partidos netamente republicanos, caso de Podemos, y la potencia adquirida por otros que siempre se han adscrito a la causa de la república, como son ERC e IU, van a hacer imposible que se abra la reforma constitucional sin que se demande poder elegir entre monarquía o república, la histórica cuestión que en los últimos doscientos años de historia española intermitentemente ha agitado la estabilidad institucional. ¿Ha abdicado el Rey atisbando lo que se aproxima, considerando que su hijo está en mejor disposición para afrontarlo con garantías? Es la pregunta que se queda sin respuesta. Seguramente la conocen en las cúpulas de PP y PSOE, los debilitados garantes de la estabilidad de la monarquía parlamentaria.