El pasado 2 de mayo, los príncipes de Asturias acudían al primer acto oficial en compañía de sus hijas. La imagen de Felipe y Letizia sentados junto a las pequeñas Leonor y Sofía mirando al cielo, observando el programa conmemorativo del 25 aniversario de la XLI promoción de tenientes de la Academia General del Aire (AGA) en San Javier, es la del banquillo que parecía un destino sine díe para unos jugadores de élite a punto de oxidarse. El heredero, que ceñirá una corona en breves días, juraba bandera con el resto de sus compañeros y se integraba en una armónica estampa que en aquel momento parecía otra más de las diseñadas para las páginas de la prensa rosa, pero que exactamente un mes después nos presenta a la nueva familia real. Una nueva familia real para "emprender con determinación las transformaciones y reformas que la coyuntura actual está demandando", según dijo ayer el Rey en su discurso tras la abdicación, con palabras más cariñosas para su propio padre (que nunca le cedió el testigo) que para su vástago. Una nueva familia real que ha de ser la respuesta, aunque ¿cuál es la pregunta que está haciendo España?

El 22 de mayo se cumplían 10 años del matrimonio por amor de Felipe de Borbón y la periodista Letizia Ortiz, circunstancia que aprovechaba La Zarzuela para mostrar a la pareja más cercana y bien avenida que nunca, incluido el tuiteo de su cena de aniversario low cost. Tres días después, unas en apariencia inanes elecciones europeas castigaban con ganas a los dos partidos mayoritarios, y daban voz a una izquierda que reclama cambios radicales y manifiesta su hartazgo por la corrupción y el encanallamiento de la vida pública en un contexto de economía doméstica arruinada. Con la institución monárquica en sus horas más bajas en cuanto a popularidad y aprecio ciudadano (desde el año 2011 suspende en valoración; cuando en 1995 merecía un 7,5 hoy saca un 3,7), los príncipes cogen el relevo antes de que a alguien se le ocurra la fórmula para proponer una alternativa distinta y un par de millones de personas la secunden pulsando la tecla de ´me gusta´. "Felipe encarna la estabilidad", señaló el monarca en su despedida. También la correcta rotación PP-PSOE encarnaba la estabilidad hace una semana. Después de ellos, el caos.

"Estamos preparados". Era el mantra que el irresistible tándem formado por los jóvenes recién casados príncipes de Asturias repetían en privado en los foros más diversos, conquistando con su energía y vitalidad a interlocutores de toda condición. Verdaderamente. A los elogios a la exquisita formación del hijo menor de los reyes, y su carácter tranquilo y dialogante se sumaba el tirón mediático y popular de su esposa, cuya presencia en un acto aseguraba una repercusión muy superior a la obtenida por el resto de miembros de la familia. La posibilidad de repetir el triste sino de Carlos de Inglaterra, que a sus 66 años sigue calentando en la banda, horrorizaba a los aspirantes españoles. La prima Isabel II superó su annus horribilis y no se apea de su máxima de que "los reyes no abdican, se mueren en la cama". Los protagonistas de la sucesión se impacientaban mucho antes de que todo se precipitase, acelerando el declive de la incuestionada figura del rey Juan Carlos. El Rey se va antes de que el juez José Castro decida si imputa a su hija Cristina en el caso Noos que investiga la presunta corrupción en los negocios con dinero público de su yerno Iñaki Urdangarin, tras el accidente de caza en Botsuana por el que pidió perdón públicamente a los españoles que sufrían los recortes y la crisis, y después de un calvario de operaciones que han minado su salud. La herencia de los príncipes que se sentían "preparados" para dar un nuevo aire a la corona no es la que ellos aspiraban, se ha depreciado. El desapego de la sociedad hacia la jefatura del Estado ha crecido y las tímidas reformas tendentes a modernizar la institución han sido remedios peores que la enfermedad (hoy resultan más difícil de explicar que hace tres días los nuevos aforamientos en la familia real). La pujanza del nacionalismo catalán muestra que la corona no es ya el pegamento mágico que mantiene unido al país.

Letizia, reina de España. La presentadora del Telediario que desde la pantalla encandiló al hijo de los reyes es perfeccionista y pone su sello personal en una agenda centrada en la cultura y la atención social. Forzada desde que se casó a controlar su temperamento, no le ha sido tan fácil la espera como a su marido, educado desde niño para ser rey. Madre de la futura princesa de Asturias y reina a su vez, Leonor, dio muestras de ansiedad al quejarse en voz alta de las obligaciones de su estatus durante unas vacaciones en Mallorca que no le parecían tales. Trascendió que equipara su tarea con la de un "alto funcionario", por lo que rechaza participar en actos oficiales los fines de semana, y ha cultivado una vida social paralela con amigos para asistir a conciertos de música indie y al cine en versión original. Los rumores de desavenencias en el matrimonio de los príncipes alcanzaron visos de seriedad el pasado verano, cuando la princesa regresó a Madrid sin su marido y sus hijas, que permanecieron en Marivent con los abuelos. No era infrecuente ver a Letizia seria y malhumorada en público, pero sí advertir el mismo talante en el heredero, que salió en varias ocasiones con sus amigos de soltero. Tras otras vacaciones en destino secreto, la pareja recuperó la complicidad y reapareció feliz hasta llegar discretamente a su décimo aniversario. A las escasas imágenes de su álbum oficial se sumaron dos posados junto a sus hijas, en su casa y acompañándolas al colegio. Luego un baño de masas en Toledo y una cena íntima.

El príncipe abandona la reserva con una consorte mucho más segura de su papel y necesitará un estado de forma óptimo para proponer "eso" diferente que devolverá a la monarquía el favor del pueblo. Está por verse que los intentos de preservar la imagen de los futuros reyes a base de aislarlos de los miembros problemáticos del clan hayan dado sus frutos. Por paradójico que parezca, la institución basada en la herencia se deshace a su conveniencia de los lastres que conlleva el apellido con una simple ceremonia llamada entronización. A la que algunos de los miembros más ilustres de la familia no estarán invitados, y sanseacabó.