Sólo un precepto de la Constitución está dedicado a la institución de la abdicación (renuncia del Rey en favor de la proclamación de su sucesor dinástico): el artículo 57.5 y aún de forma muy escueta porque remite a lo que se establezca en una ley orgánica. El problema radica en que esa ley orgánica no existe porque jamás ha sido tramitada. Esta realidad plantea un doble escenario jurídico y político.

Por lo que se refiere al primero, parece que lo razonable sería primar la celeridad en la aprobación de una ley orgánica que regulase las abdicaciones, las renuncias y la sucesión en la Corona. Tal vez convendría tramitar el proyecto de ley por los trámites acumulados de "lectura única" (debate directo en el pleno, sin intervención ni de la comisión ni de la ponencia constitucionales) y de "urgencia" (reducción a la mitad de todos los plazos, inclusive el de las enmiendas). La tramitación de la reforma constitucional del artículo 135 en el año 2011 constituye un precedente de la utilización coetánea de ambos procedimientos especiales. Razones de oportunidad política aconsejan primar otros debates económicos y territoriales más acuciantes que éste.

Ahora bien, más allá del problema jurídico, subsiste otro político. Y la abdicación abre una oportunidad única para abordar la recurrente cuestión de la legitimidad de la Corona. Desde su aprobación en 1978, muchas han sido las voces políticas y académicas que han cuestionado que el voto favorable al referéndum constitucional implicase también el de la forma monárquica de la jefatura del Estado; y, por ende, vienen solicitando un plebiscito específico sobre la dualidad monarquía-república.

Es cierto que en los sistemas parlamentaristas, con independencia de que la jefatura del Estado sea republicana (por ejemplo Alemania) o monárquica (por ejemplo Gran Bretaña), al no ser elegido directamente por el pueblo, el jefe del Estado tiene facultades exclusivamente honoríficas y aún sujetas al refrendo del Gobierno. Por supuesto que en los sistemas presidencialistas (por ejemplo Francia), la solución es diferente y, al ser elegido por sufragio universal, el presidente de la república preside el Gobierno y asume facultades ejecutivas.

Ahora bien, este carácter exclusivamente honorífico del jefe del Estado en los sistemas parlamentaristas no acalla la importante relevancia institucional de quien ocupa el cargo. Las sospechas de tráfico de influencias obligaron a que Christian Wulff se viese obligado a dimitir como presidente de la República Federal Alemana. Y, más allá de los alegados motivos de salud, no parece descabellado pensar que, tras la abdicación del rey Juan Carlos, se esconden recientes escándalos familiares no resueltos.

El título segundo de la Constitución establece una particular excepción: la convocatoria de las Cortes generales, Congreso y Senado en sesión conjunta, es decir todos los diputados y todos los senadores, para conflictos constitucionales muy específicos, concretamente la designación del regente o del tutor del Rey aún menor de edad, en caso de ausencia de parientes legitimados.

Si los parlamentarios aprobasen la ley orgánica con este mismo procedimiento para ratificar las abdicaciones, la sucesión de don Juan Carlos por don Felipe se sometería a la aprobación de la mayoría absoluta de las Cortes generales en sesión conjunta del Congreso y del Senado. Tal vez de esta manera se superaría la vieja polémica del acceso de Juan Carlos I al trono a través de la ley de sucesión en la jefatura del Estado aprobada en 1947 por el régimen del general Franco. Quizá de este modo, don Felipe podría invocar que su legitimidad vino dada no solo por la Constitución, sino también por una votación de las Cortes generales, en sesión conjunta del Congreso y del Senado.

*Profesor de Derecho constitucional