Hace ya más de un año que escribí, a raíz de los escándalos de Urdangarin y la cacería de Botsuana, que el Rey debía abdicar. La imputación de la infanta Cristina agudizó el distanciamiento de los españoles hacia la institución monárquica. En aquel contexto, las voces del PP y del PSOE rechazaban la abdicación. Intuían que cualquier cambio institucional podía acarrear cambios en el sistema político que comprometieran el reparto de poder que venían monopolizando desde hacía treinta años; que eran, monarquía y PP-PSOE, cara y cruz de una misma moneda. Una abdicación del Rey, tan identificado con el sistema político que se inaugura en 1978, suponía para un país más juancarlista que monárquico, especialmente después del 23 de febrero, la posibilidad de cuestionar la forma de Estado. Populares y socialistas, aterrados, harían cualquier cosa para salvar la monarquía.

La abdicación se produce por un imperativo biológico; como intento de asegurar la continuidad de la corona ante el manifiesto desapego ciudadano a la figura del rey, que han manifestado de forma recurrente todas las encuestas publicadas en el de último año; y, en este momento, porque el resultado de las elecciones europeas inician lo que pudiera ser el desmantelamiento del sistema político. La abdicación es el último y desesperado intento del Rey -después de asegurar que los reyes no abdican, mueren en la cama- de asegurar el futuro de la Corona.

Los tiempos de los partidos mayoritarios no coinciden exactamente con los tiempos de la Corona, que atiende a sus propios intereses. El Rey quiere evitar a toda costa que un posible colapso del bipartidismo y del sistema político en las elecciones generales de 2015, con la figura desgastada de su persona en el trono, suponga simultáneamente el fin de la monarquía. Quienes rechazaban la abdicación, lanzan ahora sus ditirambos al rey al tiempo que loan las capacidades del heredero más preparado de la historia. No sorprende en el caso del PP, cuyos referentes políticos históricos son los artífices del sistema político. Desde el aperturista, monárquico y juancarlista Fraga hasta un Aznar que se ha proclamado heredero de Suárez. Para ellos la mención de la república es casi como mentar al diablo. El caso del PSOE, la otra pata del sistema, es más peculiar. En el PSOE siempre existió un doble lenguaje: el verbalismo revolucionario y la práctica reformista. González acabó con ello en 1979. Pero en 1978 había inaugurado otro: la definición republicana y la práctica monárquica. Esto podía tener una justificación en el protagonismo del rey en la instauración de la democracia. Con un nuevo rey se pone en un brete al PSOE. Nos sigue abrumando este partido, como ha hecho el portavoz adjunto del PSIB, recordándonos que el PSOE es republicano por definición, pero que hay que garantizar la estabilidad. Es decir la definición es puro adorno retórico. Si nada y anda como un pato, si grazna como un pato, no lo duden, es un pato. El PSOE en nada se diferencia de un partido monárquico. Es un partido monárquico.

Ahora, mañana, pasado, nos abrumarán con la necesidad para España de la estabilidad que supuestamente garantiza la monarquía. Lo han dicho Rajoy, Cospedal, Rubalcaba y hasta Alfonso Guerra. Como si todavía estuviéramos en peligro de sufrir una debacle. Están equivocados. Más bien nos están intentando engañar: nos han conducido ambos, PSOE y PP a la debacle. Estamos, con el 26% de paro, con el 50% de los jóvenes en el paro, en plena debacle. Hay dos tipos de estabilidad política. La estabilidad dinámica, que es aquella propia de los sistemas que poseen la flexibilidad necesaria para adaptarse a los cambios y a las demandas sociales, que se enmiendan a sí mismos, como la democracia estadounidense, y la estabilidad estática propia del sistema que sufrimos, sorda a las demandas populares, atenta sólo a garantizar los privilegios de la casta dirigente y los poderes económicos. Es una estabilidad inmovilista, mineral, la que confiere el hormigón del búnker, que ha servido para conducirnos directamente a la impunidad de los poderosos, a la rapacidad de los banqueros, al despilfarro de los recursos públicos, a la corrupción y a la ruina del país. Al PP y al PSOE ya no les queda, para sostener el sistema del que son exclusivos beneficiarios, más que el argumento del miedo a repetir la historia de la segunda república.

No hay posibilidad de proyecto de futuro para el país si no se apuesta por unos valores capaces de encuadrar a una gran mayoría de ciudadanos. En la medida que los partidos mayoritarios sean capaces de tomar ya, con toda urgencia, medidas para regenerar la democracia puede vislumbrarse la continuidad de la monarquía. En caso contrario, las próximas elecciones generales podrían certificar la defunción del actual sistema político. Y, con él, de la monarquía.