El ministro Margallo, que es el único del gabinete que en razón del cargo no debería ocuparse demasiado del secesionismo catalán (el Gobierno no quiere que Cataluña sea un "asunto externo"), está empeñado en alertar a los independentistas de los terribles males que se abatirían sobre Cataluña si rompiera con España para crear un Estado propio. En esta línea y en su última intervención, el jueves en San Sebastián, alertó a Cataluña y al País Vasco de lo que sucedería a estos "estados liliputienses" si fuesen independientes: que quedarían en manos de los multinacionales.

No hay peor argumento en un debate que el que resulta inverosímil. Y Margallo se estrella contra la propia evidencia: porque Cataluña podría abrirse paso fácilmente en soledad, y sus ciudadanos podrían aspirar a vivir como los luxemburgueses, por poner un ejemplo bastante atractivo. Ésta no es la cuestión, por lo que resulta absurdo mantener esta pueril estrategia del miedo.

Las razones para que Cataluña se mantenga en España son políticas, culturales y morales, y deben conducirse por la vía de la seducción y de la persuasión, combinada con la de la negociación y el pacto. Atemorizar a los catalanes para forzar que se queden es una pérdida de tiempo y una forma de arrojarlos definitivamente al abismo.