El tipo no había estudiado psicología, no había cursado ningún master de coaching o liderazgo, ni siquiera ojeado un libro de autoayuda o un manual sobre el control de emociones. Mulato, de familia uruguaya muy pobre y, como se dice ahora, desestructurada, se había ganado la vida lustrando botas y vendiendo por las casas. En 1936, a sus 19 años, le echó el ojo el Deportivo Juventud, más tarde el Wanderes y, por fin, el gran Peñarol y la selección de fútbol de su país. Nada espectacular, un currante mediocentro (un "centrojás", corrupción hermosa del inglés "center-half"), abnegado, luchador, aunque con el carácter necesario para alcanzar la capitanía de sus equipos. El domingo 16 de julio de 1950, ese tipo contaba 33 años e hizo enmudecer a más de 200.000 enloquecidos aficionados brasileños que atestaban el estadio de Maracaná y que tocaban el cielo por el gol que Friaça acababa de marcar para sus colores en la final del mundial de fútbol de aquel año. Le bastó un truco, un ardid de barrio pobre, algo que solo te enseña la vida si estás atento, para apagar aquella euforia homérica ajena, ganar el control de la situación, invertir la tendencia y conseguir que Uruguay se alzase con la copa no ya en contra de todos los pronósticos: en contra casi de la naturaleza. Aquel tipo se llamaba Obdulio Jacinto Muiños Varela, "El negro jefe". Su colosal hazaña conviene recordarla, a un mes del nuevo mundial brasileño.

La selección de Brasil (que entonces vestía de blanco: nunca más lo hizo) no es que fuese la favorita: iba a arrasar a aquellos comparsas uruguayos. Los propios dirigentes y técnicos e incluso futbolistas de los más que presuntos perdedores charrúas se conformaban con que la goleada no fuese en extremo escandalosa. Los periódicos, para no perder tiempo a lo tonto, ya habían compuesto los titulares del día siguiente donde proclamaban la gloria del combinado brasileño. Solo "El negro Varela" se negaba a la evidencia. "No miren para arriba „les dijo a sus compañeros„ el partido se juega abajo". El primer tiempo terminó con empate a cero. Un pequeño retraso ante lo inevitable. Casi nada más comenzar el segundo, gol de Brasil (al que con un empate le bastaba): ya casi campeón. Pero llegó el momento de "El negro jefe". Veo las imágenes. Varela recoge con calma el balón del fondo de la red; hace un gesto a la banda (al "linesman") con la mano izquierda; echa a rodar la pelota; su portero Máspoli le da una colleja de consuelo; los brasileños se abrazan; Maracaná se cae; Brasil brama; Varela vuelve a hacer un gesto a la banda; Máspoli queda con los brazos en jarras; Varela camina resoluto; llama al árbitro; protesta un fuera de juego inexistente (él lo sabía: su propósito era parar el mundo, cambiar el destino); el árbitro no lo entiende; hacen venir un intérprete; discuten todos€ el partido se ha detenido, pasa el tiempo, la euforia va decayendo en las gradas, nadie sabe qué lío está armando "El negro jefe", qué demonios protesta. Pero el subidón brasileño decae, llega el silencio perplejo, el desconcierto. Cumplido su propósito de apagar tamaño incendio emocional ("si puedes mantener la cabeza en su sitio cuando los que te rodean la han perdido€", escribió Kipling), Obdulio Jacinto Muiños Varela, "El negro jefe", coloca el balón en el centro del campo y decide: "Y ahora vamos a gabar a estos japoneses" ("japoneses" se decía en Uruguay a quienes no sabían jugar apenas al fútbol). Y ganaron. Schiaffino logró el empate y Ghiggia el 1-2 definitivo. Y Uruguay, campeón. Y "El negro jefe" no lo celebró con sus cobardes dirigentes, con su timoratos técnicos. Se mezcló a beber con los derrumbados aficionados brasileños ("mi patria es la gente que sufre", diría siempre). Regresó al hotel de amanecida. Le regalaron un Ford del 31, que le robaron a la semana siguiente. Murió pobre, a los 78 años. Supo hacer lo que había que hacer cuando lo había que hacer. Nunca leyó un tratado de inteligencia emocional. Pero sabía como nadie lo que era la inteligencia, lo que era la emoción.