Ben Clark es un tipo bastante genial que ha recibido el último premio Ciutat de Palma de poesía por su libro La Fiera, editado por Sloper. La palabra certera y el intimismo de Clark construyen un refugio cálido al que volver durante la tormenta de incultura y dardos envenenados que nos azota en cada campaña electoral. Releídos sus versos, acongoja esa juventud insultante capaz de hacer diana una y otra vez con el verbo exacto, con el adjetivo diáfano y despojado de barroquismos. Ben Clark navega desde Eivissa a solas, que no a ciegas, persiguiendo sus noches maoríes con humildad y sentido del humor, emborrachándose de vida y de vino, que no de literatura. Escribir hoy poesía tiene mucho de heroicidad moral, y más aún a la edad de Ben Clark, porque supone una renuncia bien temprana a toda esperanza de gloria literaria, al menos en vida, que es la única que se puede disfrutar como un buen caldo en la mesa.

Ben Clark escribió uno de sus bellos poemas el día del Fin del mundo, cuando el calendario maya anunciaba el Apocalipsis, justo antes que todo siguiera igual. Su novia va al gimnasio, y al salir cenan en el bar de tapas de cada viernes. Esa expresión de lo cotidiano que antecede a la tragedia me recordó una frase que Franz Kafka escribió en su Diario el 2 de Agosto de 1914: "Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde fui a nadar". En realidad, la cita es falsa. Está deformada por el ingenio inagotable de otro enfermo de literatura, Enrique Vila-Matas, y me vino a la cabeza porque la había leído recientemente en un libro de conversaciones entre André Gabastou y el escritor catalán. A Ben Clark lo vi y escuché por primera vez el verano pasado en las Converses Literàries de Formentor. Al día siguiente de recordar la cita, Vila-Matas fue galardonado con el Premio Formentor de las Letras 2014.

Vila-Matas y la casualidad me persiguen de una manera inquietante. Uno presiente que comienza a hacerse mayor cuando a la hora de hacer el equipaje tarda mucho más tiempo en elegir los libros que las camisas. Tras ardua selección, el Doctor Pasavento fue uno de mis acompañantes en un viaje corto por el sur de Italia. Yo conocía ya algo del universo vilamatiano, de sus obsesiones y sus referentes literarios. El misterioso Pasavento quería desaparecer, eclipsarse por un tiempo y saber si alguien lo reclamaba. Por eso lo escogí como compañero de escapada, sin saber nada del itinerario de su fuga. La lectura de la primera parte del libro me sacudió con violencia en la terraza de una habitación con vistas a la bahía de Nápoles, sobre la colina de Vomero, al comprobar que me hallaba alojado en el mismo barrio, en la misma calle, y muy probablemente en el mismo hotel que el personaje de Vila-Matas. A veces uno no sabe si sueña o si lee. Observo que esta frase ha quedado tan redonda que no parece mía, lo cual viene a confirmar la teoría de Vila-Matas sobre el engaño que supone la creación literaria después de Cervantes, Montaigne y Laurence Sterne: escribimos siempre después de otros. Lo de soñar y leer seguramente se le ocurrió a Tabucchi, o a otro, antes que a mi. Robamos ideas y recuerdos incluso sin saberlo, casi siempre para empeorarlos.

Tras mi incidente napolitano, una tarde me crucé a Vila-Matas en una calle de Palma y, asustado, estuve a punto de salir corriendo en otra dirección. El escritor barcelonés confiesa en las conversaciones con Gabastou que le gusta contar los viajes que aún no ha hecho y describir los lugares que no ha visitado. Lo angustioso fue verlo y reconocerlo capaz de escribir sobre mis viajes antes de emprenderlos yo. Tampoco sabía entonces que su mujer, Paula de Parma, es mallorquina, aunque muy italiana según su marido. Por tanto, sólo pude encontrar una explicación diabólica a aquel encuentro fortuito.

Cuando Vila-Matas acuda este verano a recoger el prestigioso galardón por toda una obra brillante e innovadora, no le quedará más remedio que esforzarse y volver a demostrar su maestría artesana para tejer ficción y realidad sin que se noten las costuras en su escritura. El autor de El arte de desaparecer ha convertido a Robert Walser en su particular héroe moral por su obsesión en pasar desapercibido, en no ser nadie. Pero este devorador de libros tendrá que domesticar por un día su fiera interior y escuchar una vez más que es uno de los talentos más grandes de la literatura contemporánea en castellano. Y luego vendrán los aplausos. Que se prepare Montano para sufrir.