Desde hace tres meses me paseo por las calles de la ciudad como un turista más pero con derecho a ciudadanía. Marchado en 1957 y retornado en muchas pero casi siempre breves ocasiones, experimento una especie de conmoción ante plazas y calles del todo modificadas en función de los diferentes negocios que las pueblan en la actualidad, de manera que con frecuencia me planteo si estaré en Palma o en algún otro lugar del mundo. Solamente cuando levanto la vista y contemplo la catedral, sus flechas al cielo como signos inequívocos de tantas realidades perdidas, entonces me reconcilio conmigo mismo y me digo que sí, que estoy en Palma, la Palma de mi infancia y de mi niñez, esa que he visto cambiar con los años pero hasta hoy mismo sin darme apenas cuenta.

Mis amigos y amigas envejecidos, por ejemplo, un dato más. Personas que me saludan por la calle como referente anónimo de un placer apenas gozado antes en el Madrid ignorante de las personas, otro. Pero sobre todo, la conversión de unas arterias antes mucho más humanas y ahora convertidas en "negocios de medio pelo" para turistas de sol y playa con poquísima capacidad adquisitiva. Una especie de gran zoco en que todo se vende mientras tenga un precio de infinita baratura. Y las gentes gozan, como gozo yo al comprar tonterías en Venecia o en París o en cualquier lugar turístico clásico. Es el imperio del low cost y el palacio de hielo del emperador actual, el turista.

A medida que me acerco al Marítimo, ese don de Dios, de la naturaleza y no menos de un arquitecto inteligente, entro en contacto con la inmensa soledad del mar, por muy poblado que esté de veleros y máquinas a motor que destruyen el silencio ambiental. Me suelo sentar en un banco, y en caso de estar acompañado, se desgrana una conversación amigable, un tanto quebrada por silencios acariciadores e invitaciones a la hendidura del alma mediante punzadas de nostalgia de lo que era y jamás volverá a ser igual: el mar portuario de los cincuenta donde Luis, Andrés, Miguel y tantos otros nos bañábamos en unas aguas infectas de residuos grasientos de barcos y de barquitos que nos rodeaban. Había mucha menos higiene, pero todo era más espontáneo y por supuesto mucho más accesible. Ahora, frente al banco, un agua purísima pero como si estuviera metida en una redoma más allá del tiempo, en ocasiones airada cuando se hace mar bravía y las olas rompen contra la costa, inundada de bloques de hormigón para paliar tantos golpes inocentes.

En todo caso, frente a los negocios callejeros de los periplos palmesanos, la quietud infinita del mar y de su camino imposible de cuantificar hacia el horizonte. Del dinero fácil y los low cost a la serenidad de alguna pareja suelta con perro necesario, novios que se besan como si nadie los contemplara, y, faltaba más, pescadores de costa con sus cañas metidas en las rocas y en espera de que se tensen, señal de que algún pez ha picado y el gozo, entonces, es infinito. Frente a tantísima gente que entra y sale de los negocios, el gozo por un pececillo que se ha dejado engañar por cualquier cebo de tres al cuarto. Mientras yo miro al pescador, casi siempre un hombre sencillo de mediana edad, y me gozo con él. Goces elementales y soberbios.

¿Estamos organizando un turismo de altura con las baratijas de calles y plazas, y por extensión en pueblos turísticos al uso? ¿Puede un país como el nuestro y nuestra misma comunidad crecer de verdad en función de una riqueza low cost por muchos que sean los turistas y la fama mallorquina del sol y playa en el extranjero? Pienso en cualquier problema geopolítico en el Mediterráneo, como sucede ahora mismo en Egipto y países colindantes€ ¿no lo imaginan en alguna ocasión mis lectores a pesar de la decidida voluntad isleña para no pensar lo que podría perjudicar el dinero contante y sonante? ¿No hay alternativa tanto industrial como culta y serena en tantísimos lugares de Mallorca de tanta proyección, como sucedía hace años? ¿Por qué hemos abandonado el campo? ¿Qué hacemos con la mera creatividad más allá del ocio nocturno y de potenciar lo nostro que apenas significa nada de nada en el universo dinerario de verdad? Cada vez comprendo menos esta fijación turística desorientada y reducida al enésimo tenderete en el centro de Palma o en el lugar más remoto de la isla. Pobre cultura tan pregonada por las élites lingüísticas e intelectuales y a su vez tan abandonada a la hora de hacerla accesible a quienes nos visitan. Turistas ágrafos dañados por el sol que solicita cremas y dolores llevados con parsimonia. Turistas de fin de semana que juegan a emborracharse en los límites y más tarde dicen que Mallorca es una jauría de ron y daiquiris. Ellos. Nosotros.

Pero al fin retorno a los negocios palmesanos en calles y plazas, rito permanente que no deja de resituarme en mi ciudad, tan salpicada de iglesias tan cerradas, como si Dios le tuviera pánico al turista casi desnudo y nada hiciera para llamarles la atención como los negocios dominantes. Pésimo marketing religioso el nuestro, esperando la hora clásica de reabrir los templos de fachadas aburridas porque carecen de anuncios llamativos, inteligentes e icónicos. Lo pienso mientras entro en alguno de tales templos y, situado ante el santísimo, le pregunto qué piensa de todo esto, y el Santísimo me sonríe y responde que los hombres son así, exagerados a la hora de "venderle en la plaza pública". Y casi en un susurro, escucho su voz que insiste en que me dice todo esto porque Él mismo tuvo que anunciarse durante unos tres años y no le fue nada fácil. Tuvo que arriesgar. Que cambiar los métodos. En el templo suena Mozart y un extranjero cierra los ojos y sueña€

Cuando vuelvo a mi habitación en Montesión, desde la que puedo contemplar el mar, me siento en el butacón y busco también uno de los conciertos clásicos del mismo Mozart, hasta dejarme intoxicar por La flauta mágica del maestro. Es mi pequeño negocio, casi low cost. Y descubro que hombres y ciudades caemos en el mismo pecado, puede que delicioso, como es disfrutar con lo que nos ayuda a tener más. Porque, llegados al punto donde nos encontramos, tener más, aunque se trate de Mozart, es una forma de ser más. E intento soñar mientras me emociono.