Un estudiante holandés ha puesto en venta su intimidad, como si fuese un famoso cualquiera, mediante la subasta de los datos personales que posee: correos electrónicos, historial de navegación por la Red, chats y todo lo que pueda apetecer a una empresa en busca de clientes. Mucho es de temer que la mercancía ofertada por Shawn Buckles, que así se llama el vendedor de su alma, carezca de valor alguno en la lonja de los datos, donde la oferta excede notablemente a la demanda. La intimidad ya no tiene precio.

Sin necesidad de acudir a ofertas como la del ingenuo Buckles, las páginas de internet avisan al navegante de que las cookies que este va dejando en su recorrido serán utilizadas para "mejorar" el servicio proporcionado a sus usuarios. Esas galletitas -que tal es la traducción de cookie- equivalen a las piedras y migas de pan con las que Pulgarcito señalaba el camino de vuelta a la casa de sus padres. Gracias a ellas, los administradores de las páginas que visitamos en la Red pueden seguir sin mayor problema el rastro de los modernos pulgarcitos: y a partir de ahí, elaborar un completo perfil de sus gustos y aficiones. Con eso les basta para "personalizar" las ventas.

Por si esto no depreciase lo bastante el valor de la intimidad, el definitivo dumping lo han hecho las agencias de espionaje de Estados Unidos, que llevan ni se sabe cuántos años interceptando emails, llamadas de teléfono, movimientos de tarjetas de crédito y, en general, datos privados de millones de ciudadanos del planeta. Hasta la lista de la compra de Ángela Merkel tienen en su poder los fisgones de la NSA: esos émulos cibernéticos de Mortadelo y Filemón que han tirado los precios del negocio.

Nada de esto es nuevo, en realidad. Hace ya más de una década, cierta firma inglesa de informática ofreció 500 libras a quienes aceptasen cambiar su nombre durante un año por el de un videojuego que fabricaba la mentada empresa. Venía a ser lo mismo que ofrece el estudiante Buckles, sólo que al revés.

Los creadores de tan ingeniosa fórmula publicitaria la razonaron con irreprochable lógica. "Nos gustaría comprar su identidad, al igual que esta empresa puede comprar un espacio de publicidad en un periódico o en una emisora de televisión para anunciar un nuevo producto", argumentaban. E incluso añadían un lema para alivio de quienes pudieran oponer torpes reparos de orden moral. A saber: "Su identidad es su activo más importante; gástelo con inteligencia".

La utilización del individuo como soporte publicitario no es en absoluto una novedad desde la ya lejana invención del hombre-anuncio que deambulaba por las calles entablillado por dos carteles entre pecho y espalda. Ha variado, si acaso, el formato, de modo que ahora nos convierten en clientes y a la vez anunciantes involuntarios de un producto sin más que comprarnos -a coste cero- algo tan íntimo como los datos que prefiguran nuestra identidad.

Teme algo exageradamente el estudioso de la Red Evgeny Morozov que la venta de datos privados como los que ha sacado a subasta el holandés Samuel Buckles equivalga a desprendernos de nuestra "auténtica humanidad". Ojalá. Lo malo es que ya nadie da un céntimo por unos datos que los negociantes de internet (y los gobiernos) pueden obtener gratuitamente cuando les plazca. La intimidad, tan valorada, ha dejado de tener valor alguno en el mundo de las nuevas tecnologías. Tan chismoso.