En Oklahoma, en el corazón de los Estados Unidos, se ha vivido un episodio macabro que resume toda la sordidez que envuelve a la pena de muerte, todavía en vigor en la primera potencia de la tierra, que es además, y pese a algunos atavismos, una gran democracia. Como se ha publicado, un condenado a muerte, Clayton D. Lockett, acusado de un horrendo crimen en 1999 „disparó contra una joven y la enterró viva„, tardó 43 minutos en morir tras la inyección letal, y acabó falleciendo de un infarto. La razón de esta dramática incompetencia parece ser la no disponibilidad de los venenos adecuados, que la industria farmacéutica europea se niega a proporcionar a los norteamericanos para que no sean utilizados en ajusticiamientos.

Como es natural, los enemigos de la pena de muerte, dentro y fuera de los Estados Unidos, que somos todos los ciudadanos decentes sin excepción, han / hemos utilizado este horrendo episodio para exigir el fin de una práctica que está en flagrante contradicción con los grandes valores democráticos. De momento, la única reacción de la gobernadora de Oklahoma ha sido suspender las siguientes ejecuciones y ordenar una revisión del método utilizado. Los demás países democráticos que han abolido sin excepción la pena de muerte „todos ellos salvo EE UU y Japón„ no deben cejar en su campaña contra esta iniquidad, impropia de la nación que alardea de sus libertades y ejerce un indudable liderazgo mundial.