A mediados de la pasada década, un joven neoyorquino llamado Christopher R. Beha no sabía qué hacer con su vida. De algún modo sufría esa crisis propia de la juventud, cuando la realidad no casa con las expectativas y el deseo no ha sido del todo acrisolado por el fracaso o la decepción. Había cumplido los 27 y acababa de superar un cáncer. Quería ser escritor a toda costa, aunque sospechaba que carecía del talento suficiente o de la voluntad de hierro que se necesita para terminar esa novela con la que llevaba cinco años luchando. Temía que la vida se solidificara lentamente a su alrededor hasta terminar convertido en un esclavo de sus exigencias. A finales de 2006 decidió dejar su trabajo y tomarse un año sabático, aprovechando el señuelo de un legado familiar: los cincuenta tomos que componen la colección Harvard Classics y que, a lo largo de veintidós mil páginas, intenta compendiar el canon de la literatura universal: de Shakespeare a Cervantes, de Balzac a Dickens, del Bhagavad-Gita al Libro de Job. La veneración por la lengua escrita tiene, tal vez, un aspecto quijotesco que, en nuestros días, se confunde fácilmente con la ingenuidad. Si es preciso - como decía el moralista francés Joseph Joubert - "que haya varias voces juntas en una voz para que sea verdadera", Christopher R. Beha decidió que, en su caso, esa melodía personal no debía confundirse con el electroshock del psicoanálisis - ni con la fórmula química del Prozac -, sino que tenía que brotar del diálogo con la literatura. Beha, sencillamente, creía en la fuerza persistente de la belleza, la memoria y la verdad. Y también sabía que es en los grandes libros donde se afina la caligrafía más íntima del ser humano.

De enero a diciembre de 2007 el futuro escritor se enfrascó en la lectura de los Harvard Classics, de la que, dos años más tarde, surgiría un largo ensayo memorialístico titulado The whole five feet. Pero será en junio de 2012 cuando publique una poderosa primera novela: Qué fue de Sophie Wilder (ahora editada por Libros del Asteroide), en la que se revela un autor "a quien seguiremos hasta el fin de nuestras bibliotecas", en palabras de Rodrigo Fresán. Exenta de toda baratija sentimental, lo que asombra en esta novela es el temple clásico - y, por ello mismo, profundamente dramático - con que sus personajes encaran las difíciles circunstancias de la vida: un amor imposible, la ausencia de talento creativo, una enfermedad terminal, el derecho a la vida y a la muerte...

Cada vez cobra más peso, en nuestra sociedad, la opinión de que las humanidades carecen de futuro: los avances científicos resolverán nuestras principales necesidades, el análisis cuantitativo de los datos logrará determinar el comportamiento social, la psicología evolutiva pone al descubierto la primacía de los impulsos instintivos frente al enmascaramiento de la cultura. Como suele suceder en estos casos, se trata de medias verdades. Por supuesto que la literatura no agota el sentido de la existencia - ¡sólo faltaría! -, pero sí ilumina el rostro de la naturaleza humana. Sin los libros no sólo somos más ignorantes, sino más indefensos y pobres, porque - como nos recuerda con su testimonio Christopher R. Beha - el secreto del canon consiste en esa fuerza persistente de la belleza, la memoria y la verdad, que, al ser carne y luz, se hace intimidad.