De la supuesta costumbre, entre algunos pueblos primitivos, de dar muerte ritual al rey para asegurar el renacimiento, queda sólo un vago recuerdo más poético que histórico (así, Robert Graves). Era sin duda una práctica bárbara, pero no exenta de utilidad. En los tiempos actuales los que han sido presidentes, sin necesidad de ser decapitados, quedan como objeto de adorno, simbolizado en ese valioso jarrón chino que nadie sabe dónde colocar en casa. Esto supone un indudable avance de la civilización, y debería ser asumido así por los afectados. El expresidente Aznar no consigue convencer al demonio político que lo posee de que debe portarse como un jarrón chino. Al no resignarse a ello, se arriesga a formas veniales de asesinato ritual, como el que ahora sufre al ser alejado de la campaña. Por su parte, Rajoy, con arreglo a la teoría del jarrón chino, debería moverlo con cuidado.