En su hiperbólica huida hacia adelante (no siempre al volante por las calles de Madrid y con guardias urbanos pisándole los talones) doña Esperanza Aguirre parece empeñada en que quiénes -aun no coincidiendo plenamente con sus ideas- durante mucho tiempo la habíamos considerado una política inteligente y sensata, caigamos al suelo como San Pablo dándonos de bruces contra una realidad bien distinta. Su penúltima salida de tono tiene que ver con su defensa a ultranza de las corridas de toros, para lo cual no ha dudado en chapotear de nuevo en el resbaladizo terreno de la supuesta antiespañolidad de los detractores de la "fiesta".

Pues bien, para ser justos, no hay duda de que en contados casos concretos y muy minoritarios ese ánimo anti español es el único motivo que empuja a algunos contra la mal llamada fiesta nacional. Véase el ejemplo de quienes „desde filas nacionalistas del Parlamento Catalán„ tuvieron ocasión en 2009 de erradicar de Cataluña, de una tacada, tanto las corridas de toros como los autóctonos correbous (festejos en los que también se maltrata „y mucho„ al toro) y, sin embargo, sólo fueron partidarios de prohibir las primeras, permitiendo la celebración de los segundos que ahí siguen año tras año para solaz de los más bestias del lugar. Porque si de lo que se trataba era de proscribir y perseguir el maltrato animal, y concretamente de prohibir los festejos en los que se maltrata a animales, lo lógico habría sido erradicar también los correbous. Aunque algo es algo.

Ahora bien, en los tiempos que corren, llevar el asunto genérico de las corridas de toros al terreno de la españolidad o antiespañolidad, arrogándose la potestad de otorgar una u otra en función de si el sujeto está a favor o en contra de aquellas, es un desatino y al mismo tiempo una postura profundamente injusta. Porque el movimiento social a favor de la protección animal es algo hoy en día muchísimo más amplio de lo que parece percibir la señora Aguirre. Nada tiene que ver en general con cuestiones políticas, ni nacionalistas, de uno u otro signo. Y es que muchos de los que estamos frontalmente en contra tanto de las corridas de toros, como de los correbous, de las fiestas en que se le arranca la cabeza un pato vivo, de la muy antigua y británica caza del zorro (ya prohibida por el Gobierno de Su Majestad, a pesar de la tradición, sin que nadie en ese Reino Unido que tanto gusta a doña Esperanza haya acusado a sus detractores de antibritánicos), de los circos con animales, de los zoológicos, etc., muchos, decía, nos seguimos sintiendo españoles. Algo, por cierto, que no carece de mérito hoy día, porque el gremio de doña Esperanza (es decir, la clase política, sobre todo en la última década, y sin exclusividad de ningún partido político o nivel de la administración) nos ha puesto muy difícil viajar por el mundo sin sentir vergüenza ajena por las obras y manejos de nuestros dirigentes patrios.

Con todo, lo peor no es lo anterior, sino que además la señora Aguirre se haya permitido calificar a los antitaurinos como poco menos que incultos, afirmando que entre sus filas no hay intelectuales de la talla de los que sí están a favor de la "fiesta". Pues bien, yo no sé si nuestra protagonista habrá leído durante su vida mucho más que la biografía de Margaret Thatcher o las crónicas taurinas de las tardes en Las Ventas, pero también en eso hierra la pizpireta y veloz Doña Esperanza. Porque, dejando de lado que la opinión de cualquier intelectual no merece más respeto que la de quienes no son considerados oficialmente como tales ¡faltaría más! (y también que ser intelectual no garantiza ser buena persona), podríamos inundar estas breves líneas con numerosos nombres de escritores y filósofos de variado signo, absolutamente contrarios a la crueldad con los animales, especialmente si (como en la fiesta con la que tanto disfruta la señora Aguirre) esa crueldad se perpetra para simple divertimento de sus espectadores. A título de mero ejemplo, cito a Schopenhauer: "La compasión hacia los animales está íntimamente ligada a la bondad de carácter, de tal suerte que se puede afirmar con seguridad que quien es cruel con los animales no puede ser buena persona". ¡Ah, que el filósofo Don Arthur era alemán y, por tanto, "sospechoso" para una anglófila de pro €! Pues citemos a Gandhi, según el cual "un país, una civilización, pueden ser juzgados por la forma en que tratan a sus animales". ¡Pero, pardiez: que el Mahatma era una especie de jipi raro y con taparrabos €! Pues probemos con alguien culturalmente más cercano y fuera de toda "sospecha" (según los parámetros de la señora Aguirre): don Mariano José de Larra, escritor y periodista madrileño (nacido y muerto en la capital), y sin sombra de simpatizar con nacionalismos separatistas. Opinaba el adelantado Larra que las corridas son un "circo" adonde los espectadores van a ver "a un animal tan bueno como hostigado, que lidia con dos docenas de fieras disfrazadas de hombres, unas a pie y otras a caballo".

Ahora bien, reconozco que lo que sí me ha causado gran regocijo (y por eso lo he dejado para el final) es que la señora Aguirre me haya llamado (al llamárselo a los antitaurinos): "malandrín". Una palabra que, desde mi ya remota lectura del Quijote, no le había oído más que a Ruiz Mateos cuando hace años nos amenizaba los telediarios en su peculiar cruzada disfrazado cual Mortadelo de carne y hueso. Aunque sólo haya sido por escuchar ese calificativo, ya ha merecido la pena oír la perorata de doña Esperanza.