Cuando se anunció la llegada de Gerard Mortier a la dirección del Teatro Real de Madrid, la pataleta de los aficionados fue de las que hacen época. Molestaba la fama de provocador que le precedía de sus años en Bruselas, Salzburgo y París; su imagen de polemista de izquierdas en un territorio acotado por el gusto conservador de la burguesía lírica; y, en definitiva, incomodaba la escasa atención que solía prestar al repertorio convencional „de Verdi a Puccini„ a favor de las tendencias más vanguardistas de la música, que se atrevía a programar con descaro. Mortier llegó a Madrid dispuesto a revolucionarlo todo, empezando por la batuta habitual de la orquesta del Real, el prestigioso Jesús López Cobos, al que sustituiría por una terna de directores que se ajustaban más a sus ideas. Se sabía un enfant terrible y disfrutaba representando ese rol de intelectual contestatario. Culto, de verbo mercurial y brillante en el uso del florete dialéctico, su vehemencia le situaba en el centro natural de las controversias. Consideraba que la ópera „al igual que el teatro„ debe sedimentar el debate político e ideológico de las sociedades y que, por tanto, el conservadurismo poco „o nada„ puede aportar. Tenía algo de pedagogo en esa obsesión por ampliar los gustos musicales del público y, de hecho, se trataba de un magnífico programador, capaz de compaginar a Messiaen con Monteverdi, a Purcell con Antony and the Johnsons. Los críticos le censuraban su falta de interés por la calidad vocal de los intérpretes, el desprecio hacia la cantera nacional y sus repetidos caprichos de alborotador. No todas las acusaciones resultaban inciertas. Le daba igual incluir Brokeback Mountain que una ópera de temática antiespañola; encargar un montaje en clave republicana que recuperar el retablo místico de San Francisco de Asís, quizás uno de sus mayores éxitos. Sin embargo, para un teatro como el Real, todavía sin un perfil definido, los años de Mortier tuvieron una sana función regeneradora. A pesar de un presupuesto decreciente, el coliseo incrementó su visibilidad en Europa. Los abucheos alternaban con los elogios, sin que nadie permaneciera indiferente. Para los puristas, en el fenómeno Mortier primaba la crítica social por encima del respeto al misterio inefable del arte. Y yo estoy de acuerdo con esa apreciación. Mortier era un intelectual, no un artista; esto es, un hombre fascinado por el poder y, en consecuencia, deseoso de entrar en el debate público.

Sin duda, la ópera en nuestro país no volverá a ser lo mismo tras el paso por Madrid del barón belga. Deja un legado de ambiciosa modernidad, lo cual no supone necesariamente una pervivencia artística. Como un eco de la historia, Mortier pensaba que la música culta se tenía que abrir a las clases populares, especialmente a los jóvenes. Así sucedía en tiempos de Mozart, de Verdi y de Wagner, antes de convertirse en un reducto exclusivo de las clases altas. En sus últimas declaraciones a un medio español, poco antes de morir, peroraba sin mucho sentido sobre el carácter hispánico, al que achacaba una ausencia de espíritu crítico, frente a la libertad ciudadana, de origen burgués, en su Gante natal. Pero, sobre todo, se dirigía a los jóvenes, en los que veía el futuro de la música clásica y de la ópera. Su influencia perdurará durante décadas, aunque las imitaciones siempre resulten malas consejeras. Descanse en paz, señor Mortier.