El famoso dictamen del Tribunal Supremo de Canadá de agosto de 1998, que después se convirtió en la llamada ley de la claridad con que se encarriló el particularismo de Québec, proclamaba tres elementos incontrovertibles:

a).- Québec no disfruta del derecho a la autodeterminación.

b).- La secesión sólo sería posible si "una clara mayoría" declarara "de forma inequívoca" su deseo de no pertenecer en Canadá. Entre otras razones, porque "Democracia... significa mucho más que el simple gobierno de la mayoría".

c).- La secesión de una provincia "bajo la Constitución" no puede ser adoptada unilateralmente, esto es, sin una negociación con los otros miembros de la Confederación dentro del marco constitucional.

Aquella corte no fijó matemáticamente el alcance del concepto "clara mayoría", pero es claro que significaba una mayoría cualificada, superior a la mayoría absoluta del 50% de los votos emitidos.

La razón de ello es clara: no parece razonable establecer una fractura política y social introduciendo reformas radicales del statu quo en una comunidad dividida por la mitad entre opciones irreconciliables. Las grandes decisiones rupturistas se justifican cuando alcanzan el apoyo de una voluntad general masiva, claramente mayoritaria, pero ésta no es la situación de Cataluña en relación a la independencia, al menos si se cree en la expresividad de los sondeos sociológicos de opinión. Como es conocido, la encuesta de Feedback del pasado 21 de diciembre publicada por La Vanguardia llegaba a la conclusión de que, si se plantease el referéndum autodeterminista en los términos que pretende Artur Mas, el 45% de los ciudadanos se pronunciaría a favor de la secesión y el 45% en contra.

En el supuesto de que Cataluña lograra su independencia con poco más de la mitad de las adhesiones posibles, surgiría además un problema de nacionalidad que ha sido magistralmente tratado por Rubio Llorente este pasado jueves en un artículo en La Vanguardia: el nuevo poder catalán no podría imponer, como es natural, la nacionalidad catalana a los españoles que no quisieran dejar de serlo ni compartir esa nacionalidad con otra. Si se piensa que esos "españoles" mantendrían la condición de "europeos", al contrario que los nuevos "catalanes", se entenderá que no es probable que los ciudadanos de Cataluña reacios a la independencia renuncien a su fuero originario.

Es clara la dificultad de sacar adelante un nuevo Estado con casi la mitad de sus ciudadanos voluntariamente "extranjeros". Pero, además, hay que preguntarse si es moralmente lícito seguir proponiendo una ruptura que con claridad no genera una adhesión mayoritaria sino que avanza peligrosamente hacia el desgajamiento de Cataluña en dos mitades cada vez más hostiles entre sí. El problema de restañar estas heridas, que hoy es puramente teórico, se complicará a medida de que el proceso se endurezca: lo que hoy son más o menos amigables discusiones en el seno de las familias o de los grupos derivará hacia disputas más intensas y enconadas que enrarecerán las circulaciones sociales y pondrán en duda la conveniencia de afrontar sacrificios onerosos „la salida de Europa y la ulterior travesía del desierto serán aventuras duras„ para colmar el prurito del nacionalismo radical. Convendría, en fin, pensar todas estas cosas antes de seguir dando alocadamente pasos hacia ninguna parte.