Hubo una época, allá por los años sesenta, es decir, antes de que internet convirtiera al planeta en la aldea global de la que hablaba McLuhan, en que nos llegaban noticias de suicidios de exóticos individuos que se rociaban de gasolina o cualquier otro líquido inflamable y se prendían luego fuego para protestar contra algún suceso que a nosotros podía resultarnos más o menos lejano: la invasión del Tíbet por los chinos o la guerra del Vietnam.

De entonces surgió la expresión de "quemarse a lo bonzo". Hoy, sin embargo, quienes así se inmolan no son ya famélicos monjes de cabeza rapada o algún joven como el checo Jan Palach, que se prendió fuego en la plaza de San Wenceslao, de Praga „rebautizada con su nombre„ para denunciar la invasión de su país por las tropas del Pacto de Varsovia, sino personas que pasarían totalmente desapercibidas si pasasen a nuestro lado.

Un buen amigo, profesor de francés, llama ahora mi atención sobre un documental que bajo el expresivo título de Le grand incendie ("El gran incendio") han rodado en Francia el fotógrafo Samuel Bollendorff y la periodista Olivia Colo. Sus protagonistas son individuos que decidieron acabar con sus vidas de forma tan espectacular como única forma al parecer de que les oyeran.

Los autores de ese documental encontraron en la prensa o escucharon en la radio noticias breves de ese tipo de sucesos que apenas merecieron en su día una breve mención e interrogaron a personas que habían conocido a los suicidas, recogieron sus dramáticos testimonios y los enfrentaron a la indiferencia de las instituciones francesas.

Todos ellos habían elegido algún lugar público „el patio de un colegio en el caso de un profesor de matemáticas, una oficina de empleo„ para quitarse de ese modo la vida. Un conocido griego me contaba también hace poco que desde que estalló allí la crisis, Grecia se había colocado entre los países europeos con más alto índice de suicidios cuando hasta entonces, al igual que en otros países mediterráneos, era raro que alguien se quitase allí voluntariamente la vida. Él mismo había sido testigo del suicidio de su barbero, que se degolló con su navaja cuando la policía acudió a desahuciarle.

Hay un proceso de deshumanización en marcha que tiene mucho que ver con el capitalismo financiero y que explica muchos de esos actos de pura desesperación. La economía ha dejado de estar al servicio del hombre, y es éste quien está cada vez más al servicio de la economía.

A los accionistas, muchos de ellos fondos de inversión internacionales en busca de rápidas ganancias, sólo les interesa la rentabilidad inmediata sin que les preocupen lo más mínimo las condiciones de los trabajadores de las empresas, muchas veces lejanas, en las que invierten.

Los objetivos de productividad y los métodos de gestión actuales demandan ritmos de trabajo a veces infernales. Los recortes de plantilla, hoy moneda corriente en tantas partes, exigen cada vez mayores esfuerzos de los trabajadores que, más afortunados en principio que sus compañeros, si no pierden su empleo, se ven en cambio obligados a aceptar drásticas reducciones salariales para no conocer la misma suerte que aquéllos.

Añádase a todo ello el hecho de sentirse continuamente espiados por los jefes, la pérdida de autoestima, la humillación constante, la falta de reconocimiento del trabajo propio, y obtendremos un cóctel explosivo capaz de explicar actos tan desesperados como los que mencionábamos antes.

Leía yo recientemente algo que ocurrió en Nueva York y que resulta sintomático de lo que está ocurriendo a nuestro alrededor: una trabajadora donó uno de sus riñones a la jefa de su empresa, que necesitaba urgentemente un trasplante.

Al reintegrarse al trabajo, aquélla comenzó a sentirse mal como consecuencia de la operación y pidió días de reposo. Al ver que no se le concedían, optó por demandar a la empresa. Y ésta se defendió calificando de "lamentable" que la empleada hubiese tomado como pretexto una acción que reconocía "generosa" para presentar una "reclamación sin fundamento". ¿A dónde vamos a llegar?