Esta semana, el presidente de la CEOE, Joan Rosell, que es catalán, ha mostrado en diversas declaraciones su preocupación por la cada vez mayor incomprensión y por el creciente distanciamiento entre Cataluña y España, especialmente perceptible en los dos o tres últimos años, en los que se ha producido "un cierto viraje". Este viraje, que habría afectado a los empresarios „que "no son extraterrestres"„ pero no a las empresas, consistiría en una acentuación del sentimiento soberanista, que habría pasado del impregnar al 20% de la población a más del doble de este porcentaje.

A juicio de Rosell, los empresarios no se meten en política porque "no es bueno para las empresas". Considera que son los políticos quienes han de hacerla, aunque ellos puedan opinar e incluso emitir informes sobre las consecuencias económicas que acarrearía la independencia para ambas partes. En definitiva, a los empresarios les tocaría poner encima de las mesa "los pros y los contras" que supondría el avance hacia la independencia.

Es claro sin embargo que, aunque "no se metan en política", los empresarios tienen el derecho y la obligación de expresar y argumentar sus puntos de vista profesionales, que difícilmente coincidirán con los del nacionalismo étnico y romántico que tiende hacia la autarquía y que está reconcentrado sobre sí mismo. La gran economía concebida como sistema de producción e intercambio es vocacionalmente globalizadora, contraria a las fronteras e internacionalista. Y el verdadero empresario sabe que la apertura de mercados es incompatible con el reduccionismo nacionalista. Hubiera sido estimulante escuchar a Rosell decir estas cosas, que probablemente piensa la mayoría de los afiliados catalanes de la patronal, aunque, en estas situaciones enfebrecidas, quien no participa del fervor patriótico tiene que tener muchos arrestos para manifestarlo.

En definitiva, Rosell no tiene empacho en criticar las subidas de impuestos que se llevan a cabo en Cataluña a impulsos de ERC, y que podrían suponer una relevante deslocalización de importantes contribuyentes; sin embargo se muestra ambiguo y neutral en el asunto fundamental, la exaltada pulsión soberanista que puede producir daños importantes a la economía española (y catalana, obviamente). Quizá la causa del sentido común necesita en Cataluña un poco más de arrojo.

Los efectos que produciría la fractura son evidentes, con independencia incluso de que la Cataluña escindida quedase fuera de la Unión Europea y de la Eurozona. En cualquier caso, el factor económico debe ser tenido en cuenta por los ciudadanos como un elemento más, aunque las instituciones españolas cometerían un error si pretendieran ejercer presión en este terreno para disuadir a la ciudadanía de la secesión: Cataluña experimenta hoy una creciente frustración en sus relaciones con el Estado español que, aunque se traduzcan en forcejeos económicos, tienen un origen predominantemente político, y los antídotos deben proporcionarse en el plano también político. El flujo soberanista se detendrá y se convertirá en reflujo si la sociedad catalana percibe voluntad en el Estado de mejorar el acomodo de Cataluña en el Estado y de colmar las reivindicaciones justas del conocido memorial de agravios.

Por resumir, el gran debate de la reconciliación entre Cataluña y las instituciones del Estado no debe plantearse en el terreno de la economía, ni siquiera en el jurídico-constitucional, sino en el político-afectivo, en el de los principios y las voluntades. Aunque, claro está, nunca está de más que las fuerzas vivas „los empresarios entre ellas„ vayan por delante aclarando las posiciones y haciendo un ejercicio de realismo.