Desde hace algunos meses van llegando noticias de suicidios relacionados con la crisis. En un sentido estadístico el número de casos es absolutamente irrelevante. Cada fin de semana fallecen muchas más personas en la carretera, por ejemplo, o en accidentes domésticos, o a causa de la violencia de género. La diferencia es que estas víctimas son una triste cuota que lleva tiempo instalada en la sociedad. Por mucho que las lamentemos ya forman parte del mobiliario y sólo nos queda cruzar los dedos para no vernos envueltos en ellas. Los suicidios derivados de la crisis, en cambio, suponen un terrible tributo que no estaba en nuestro panorama y que nos remiten a unas escenas más propias del crack del 29. En la mayoría de los casos la maquinaria del Poder se encarga de disfrazarlos, exhibiendo de inmediato el presunto historial depresivo del suicida. Es la mejor pantalla. Si la víctima estaba deprimida, todos aceptamos que se dejara llevar por un fatal rapto de desesperación.

La clave es que casi nunca se ahonda en los motivos de esa desesperación, y se pretende vender la depresión exógena por endógena. Es cierto que a veces se habla de desahucios, de situaciones límite, pero al final nos queda en la retina que el pobre tipo tenía un severo trastorno del alma y no un serio problema con los bancos, los caseros o los proveedores. Ya he dicho en más de una ocasión que lo peor de esta debacle financiera es que hace sentirse culpables a sus víctimas. Gracias a esta dinámica perversa los verdaderos culpables salen de rositas, siguen recibiendo dinero del Estado, mientras la gente de la calle aborda a diario acuciantes problemas de liquidez. E incluso se quitan de en medio por fracasados. Sería interesante, por tanto, que tuviéramos en cuenta que el sentimiento de culpa es uno de los factores desencadenantes del suicidio. No es el único, pero es lo suficiente importante como para prestarle atención. Porque el sentimiento de culpa se nutre de fuentes muy diversas: cualquiera puede sufrir lo indecible al descubrir que quizá no haya hecho las cosas como debía, o al comprobar que ya no puede seguir alimentando a sus hijos, o que ya no tiene acceso a unos bienes que daba por hechos. Ante este escenario el espejo no es el mejor aliado, porque el espejo sólo nos refleja a nosotros mismos. Afuera siguen los autobuses funcionando y las puertas de los bancos siguen abiertas. Pero, ¿cómo afrontar con entereza que nosotros ya no podemos seguir funcionando como antes?

Basta salir a la calle para comprobar que el ciudadano de a pie se siente cada vez más como un animal acorralado. Facturas, retrasos, impagos, multas, amenazas de las grandes compañías, hipotecas, desahucios, incremento de los impuestos€ A un lado toda la maquinaria corrupta, gélida e implacable del capital; al otro, un grupo de millones de hormigas amedrentadas a las que cada mañana orinan sobre la boca de su hormiguero. No seré yo quién juzgue a los que ya no quieren ni pueden soportan ese olor.