Hace un tiempo, conversando con unos amigos portugueses, anoté mentalmente una frase que me llamó la atención: "Si hubiésemos sido ricos habríamos destrozado la ciudad." Lo dijeron con cierta melancolía, pero también con un fondo de satisfacción y orgullo más o menos disimulado. No es difícil leer entre líneas. En este caso, riqueza y mal gusto se dan la mano. Y ya sabemos que la combinación puede ser catastrófica y letal. Los resultados suelen ser los siguientes: mamotretos del todo innecesarios y demás macroproyectos aplastantes. Todo muy ampuloso y hortera. La frase me dejó pensativo, pues en ella se lee una total desconfianza en el ser humano. Hay una elegancia en dejar todo como está, en no meter baza ni excavadora, en aceptar lo que hay, sin aspavientos. No vayamos a ser masoquistas ni a dejarnos mecer por la nostalgia repasando una y otra vez aquellas viejas fotografías o postales del barrio. Ya sabemos que las cosas no volverán a ser como antes. Aceptémoslo. Claro que era hermoso. El mar besaba los pies de la catedral y de la Lonja, y el Molinar era un señor viejo con boina que paseaba encorvado, ajeno al oleaje o una estampa de pescadores jugando a las cartas en el viejo club náutico de Levante. Algunos persisten y, por tanto, resisten. Ya no se trata de eso. Porque si empezamos así, podríamos hacer un largo y nostálgico recorrido por la isla, y no daríamos abasto. Si fuésemos menos ricos tendríamos mejor gusto, aunque ese supuesto buen gusto estuviera, de algún modo, forzado por las circunstancias. Una cosa es mejorar las condiciones del club náutico, y otra muy distinta erigir un nuevo mamotreto. Ese gigantismo recuerda a la estética de la Villa Olímpica de Barcelona, cuajada de inmensos complejos y locales que exudan fritura de calamar y gambas. El humo sale por unas chimeneas industriales Siempre el mismo olor. Homologación absoluta. Si vamos aplastando los viejos reductos, el paisaje urbano acabará siendo un aburrido monólogo de construcciones mamotétricas. (Acepten, por favor, el hallazgo verbal, el juego de palabras).

Ya no habrá lugar para la delicadeza y un cierto desaliño, propio de un barrio de pescadores. Ya sabemos que el Molinar se ha revalorizado y todo tiende a convertirse en lo mismo. Ya sabemos que nada es como era. Y me niego a someterme a la nana de la nostalgia, aunque la tentación es muy poderosa. Cuestión de principios. Aunque, no me hagan caso, pues la saudade me habita desde que dejé Lisboa. Pero eso es otra canción, otro fado. Insisto, no me hagan mucho caso. Ahora bien, hay momentos en los que hay que reivindicar la omisión antes que lanzarse a la acción constructora que, a la postre, suele ser también demoledora. Paradojas de la construcción, que también es destrucción de algo. Con cuidar y mejorar lo que existe sería más que suficiente. Es cierto que muchos nos sentimos fascinados por los lugares intactos, esos lugares que han resistido los embates de los aparatosos negocios inmobiliarios y que no se han visto sepultados por la fiebre bunkerizadora. Visitar barrios que siguen siendo el mismo barrio, con sus adoquines y con sus casas que amenazan ruina. Todo esto es una experiencia estética que a lo mejor no puede decirse en voz muy alta sin que los vecinos de esos barrios se ofendan y nos suelten cuatro verdades como puños: que somos unos pijos estetas que disfrutan, de vez en cuando, de inhalar podredumbre y de fotografiar edificios que, más pronto que tarde, acabarán demolidos o hundidos por el peso de los años y por la falta de previsión. Todo eso es cierto.

Pero no estamos hablando de esto, aunque también. El Molinar empezó a encarecerse hace ya unos años. Con este macroproyecto lo que se pretende es deformarlo para continuar con ese gigantismo de villa olímpica, cuando en verdad uno ya está más que harto de ese tipo de complejos mastodónticos. Es matar el detalle y el sabor. Pero tampoco olvidemos que los sabores cambian. Bueno, los cambian a la fuerza. Sigo pensando en la frase que pronunció uno de mis amigos portugueses. Como no se fiaba del buen gusto de los responsables de urbanismo, se agarró como clavo que arde a la falta de presupuesto, en definitiva, a una cierta pobreza para salvar la estética. Una forma elegante de confesar que el mal gusto y el dinero suelen cometer desaguisados de mucho cuidado, bodrios a escala inhumana. Y eso, me temo, es lo que puede ocurrir.