Ni vivo en El Molinar ni pienso hacerlo, porque atraigo la desgracia urbanística y decibélica a los rincones de Palma donde me arrimo. O será que la degradación se ha enseñoreado de la ciudad entera, y mi egoísmo la polariza en el campo visual de mis anteojeras. Cuando paseo el antiguo barrio de pescadores, piso con cuidado porque es un milagro que se haya librado de los depredadores y sólo sea víctima de arquitectos pésimos, que transforman las casitas enceladas en bunkers para enfrentarse a una invasión zombi. En su secular complicidad con los patronos inmobiliarios, ni siquiera estos técnicos han desarbolado un entorno de ensueño. Los alquileres en la zona se disparan, las minúsculas viviendas de primera línea se miden en millones de euros, precisamente porque se han empeñado en incumplir la destrucción masiva abrazada en otras piezas del litoral. Hasta que desembarcó la propuesta caprina -de película de Frank Capra- de transformar el coqueto Club Marítimo en el enésimo Puerto Portals. Qué guay.

El Molinar triunfa porque es un barrio integrado en el mar, disuelto en las olas cuando arrecia la tempestad, exhibicionista en las jornadas soleadas, recorrido por miles de palmesanos que desean envidiar a sus vecinos. La propuesta vandálica tiene un referente muy próximo en el Paseo Marítimo adyacente. Gracias a la corrupción de los socialistas -¿les suena el apellido Díaz Ferrán?- un pasaje de fama mundial se transformó en un dantesco párking náutico. Sí, lo logró la izquierda, como Canyamel o Calvià.

Llegan las líneas de la verdad, en que el articulista promete encadenarse a un llaüt para combatir la horterada con piscina. Sin embargo, cuento por derrotas mis cruzadas en defensa de Mallorca. Por tanto, deseo que el club de amigos de Atila corone su objetivo de arruinar una joya que debería limitar su número actual de visitantes, en lugar de multiplicarlos. Destruid El Molinar con saña. Por qué habría de correr mejor suerte que el resto de la isla, faltan amarres para los yates de mafiosos rusos.