Va uno a tomar el café, abre el periódico sobre la barra y ya ha acotado un espacio soberano, desde el que vigilará de reojo al que amenace achicárselo. Aumentando escalón a escalón el tipo y el tamaño de dominio sobre un territorio acotado, se llega a la soberanía estatal, pero su entraña absolutista es la misma a cualquier nivel. En realidad, la interdependencia económica, cultural y social es hoy tan grande que nadie es soberano en nada, por más gesto solemne y dramático que se ponga. Por eso, tan necio como reivindicar la plena soberanía de Cataluña resulta escandalizarse por la carta de Jean-Claude Trichet a Zapatero, diciéndole lo que debía hacer. De momento, y a la espera de su abolición en todo el mundo (tan urgente como la de la pena de muerte), la plena soberanía debería considerarse incompatible con la inteligencia y el sentido común del que la esgrime