Andamos de festejos estos últimos días. Los gudaris "pata negra" están siendo excarcelados, y en sus pueblos natales los reciben como se merecen tras toda una vida entregada a la causa: Euskadi y socialismo. Unos cuantos años de su juventud disparando con puntería y aparcando correctamente los coches bomba, más otros veinte de madurez reflexiva en la cárcel, y vuelta con honores a la tierra que los vio nacer: cabeza bien alta y pecho pichón entre aurreskus y repique de campanas. Una adecuada combinación de abogados cualificados y legisladores incapaces ha conseguido que los mejores hijos del nacionalismo vasco independentista vuelvan a casa por Navidad como el turrón, en este caso el duro. Eso sí, van con cuidado. Los letrados les advierten que, como máximo, se pueden descojonar de risa cuando algún periodista les acerca la grabadora a la salida del penal, pero nada de abrir la boca. Y ellos obedecen, que por algo ETA se puso de apellido "militar". Al final no dejan de ser delincuentes condenados por horrendos crímenes de sangre, y una sociedad tan inmadura en términos democráticos como la española aún no está preparada para escuchar sus argumentos políticos: matamos a ochocientos, y a mucha honra. No alcanzamos la independencia, de acuerdo, pero tenemos el Ayuntamiento de San Sebastián y la Diputación de Guipúzcoa.

Ahora una parte de la opinión pública y de la ciudadanía anda aporreándose el pecho ante tanta desvergüenza, y no acabo de entender la sorpresa. Es cierto que los representantes de Sortu en las instituciones tratan de hilar fino en sus declaraciones, pero incluso al travesti más femenino que podamos imaginar se le termina escapando una nota de barítono en alguna representación. La semana pasada un concejal donostiarra batasuno declaraba que no se avergonzaba de lo que eran, ni de lo que habían sido. Unos días después, llegaba de madrugada a Galdácano Javi de Usansolo, un venerable anciano condenado a 722 años de cárcel por trece asesinatos. Javi es un hombre récord. Ostenta el mérito de haber matado a la víctima más joven de ETA en toda su cruenta historia, un niño de dos años que no eligió bien a su padre, un guardia civil. En la sede de Hamas hubieran recibido al yihadista vaciando al aire los cargadores de sus kalashnikov, pero en la localidad vizcaína había gente durmiendo a esas horas y se limitaron al lanzamiento de unos cohetes festivos. También encendieron antorchas al paso del vehículo de Javi, para iluminar los abrazos y los cánticos del akelarre. Los portavoces oficiales de Sortu, bien asesorados, intuyeron que en esta ocasión quizá se les fue un poco la mano con las celebraciones, y se apresuraron a declarar que los de las antorchas y los cohetes eran una minoría descontrolada, gente que no se resigna a que "esto se ha acabado".

Pero no todo han sido fiestas. También ha habido conmemoraciones luctuosas. Se han cumplido veinticuatro años del fallecimiento de un concejal de Herri Batasuna en el municipio navarro de Lakuntza. Mikel Arregui murió por los disparos de la Guardia Civil en un control de tráfico. Sus amigos y familiares se reunieron para recordarlo en un emotivo acto que sirvió para que los representantes de Sortu proclamaran en el acto que todos somos iguales, que muertos hay por todas partes, que no hay buenos ni malos, que en realidad todos somos víctimas, y que por tanto no puede haber vencedores ni vencidos. Esto último es sorprendente escucharlo en boca de quienes durante tantos años se declararon en guerra contra los españoles, sin que los españoles estuviéramos en guerra contra nadie. Pero no nos pondremos ahora quisquillosos, y esperaremos setenta años para apelar a la memoria histórica. El diario digital abertzale Naiz titulaba así la información sobre el tributo a Arregui: "Sortu defiende una autocrítica colectiva ante el uso o amparo de la violencia". Esperanzador, salvo que leas también los comentarios de los lectores: "Yo estuve en Lakuntza, y no es el resumen de lo que oímos ni de lejos". Y otro: "Si la noticia es que desde Sortu se defiende que la propia izquierda abertzale tiene que hacer autocrítica, mejor que nos diga abiertamente qué quieren criticar después de más de cuarenta años de lucha".

Como ya no truenan las bombas, los dirigentes de Sortu están construyendo impunemente un relato falso que ofende el sentido común. Encogidos en el asiento de su coche oficial, miran de reojo la situación de Otegi encarcelado mientras pronuncian un discurso bipolar que varía según la audiencia. A ese coche les han subido los votos de los que siguen jaleando a la serpiente y portan las antorchas para alumbrar a los héroes en la noche oscura que tornan a la patria. El silencio de las metralletas ayuda a sobrevivir en una sociedad putrefacta en lo moral, pero esa paz nauseabunda se está construyendo sobre un vertedero no clausurado. Quizá tengamos que resignarnos al hedor, pero es una infamia presentar aquel espanto como un jardín de la reconciliación.