Los españoles nacidos después de 1960 no votaron la Constitución. A quienes tienen menos de 53 años las enfáticas invocaciones que se hacen sobre la vigencia de la misma suenan a hueco, a declaración impostada, casi siempre caracterizadas por una flagrante carencia de credibilidad. Escuchar a Mariano Rajoy decir que no halla motivos para proceder a una reforma constitucional, porque, por parte de los que la propugnan, no le han explicado cuáles son los objetivos, no es que sea preocupante, sino más bien suicida para el futuro constitucional que el presidente asegura defender. La reforma aparece como inaplazable para quienes claman para que se garantice la estabilidad del sistema, incluida la permanencia de la monarquía parlamentaria. Que quien fue secretario del consejo privado del padre del rey diga que o se hacen las reformas o lo que venga se llevará por delante muchas cosas, incluida la corona, denota que el descosido empieza a tener difícil remedo.

Los menores de 53 años son en España amplia mayoría. Los de menos de 45 años o bien les importa un bledo tanto la monarquía como las instituciones básicas emanadas de la Constitución (no el sistema democrático, conviene no confundir las cosas) o están francamente en contra. Pero en las cúpulas de los dos grandes partidos no parece que cunda cuando menos la preocupación. En el PP se está a lo que diga Rajoy y éste o no dice nada, que suele ser lo habitual, o lo que comunica es no hacer ni mover nada. El presidente debe ser un incondicional de la teoría que postula el final por congelación del Universo: cuando hayan transcurrido incontables eones éste perecerá por congelación, se helará en el cero absoluto despareciendo cualquier rastro de calor y, por lo tanto, de vida. Es lo que Rajoy quiere para la Constitución, que se congele en el tiempo. Vana esperanza.

Tampoco los socialistas aclaran por dónde se ha de transitar. Más allá de la etérea proclama del federalismo como panacea de todos los males que afligen a España, no han especificado qué ha de ser reformado y cómo se ha de llevar a cabo. A lo más que se ha llegado en su conferencia política ha sido en desechar la eventualidad de la fórmula republicana. Opinan que la monarquía es inevitable. No se sabe muy bien por qué. Tampoco son capaces de dilucidar cómo debiera ser reformada.

En época de relativa bonanza económica las pretensiones de congelación de los tiempos políticos y los cambios sociales tal vez resulte parcialmente asequible; ahora de ningún modo. Hay quienes no han querido enterarse de que lo que ha sucedido en los últimos años lo ha trastocado todo, absolutamente todo. El desastre económico y las soluciones que se han aplicado para remediarlo han quebrado definitivamente el modelo político y social español. Lo que ha sido válido, ya no lo es; lo que era impensable ha pasado a ser perfectamente posible. Eso es lo que no se quiere aceptar. El empecinamiento en negar la realidad nos va a conducir a la quiebra radical del sistema, a un cambio de régimen de parecida envergadura a los habidos en España en los dos últimos siglos. Si se atiende a los sucesos ocurridos desde la época de la Restauración, en la segunda mitad del siglo XIX, se comprobará que los cambios siempre han sido drásticos, hasta llegar al fundamental de 1931, que dio al traste con muchas cosas y dejó sembrada la semilla del gran drama que vivió España en 1936.

El desafío catalán es la antesala de lo que está por suceder. Siempre ha sido así en nuestra lamentable historia contemporánea. Cataluña ha marcado la pauta de lo que después se acaba por extender por España. La quiebra institucional se visualiza con nitidez en Cataluña, que va a vivir una doble crisis: la suya propia, de tomo y lomo, y la española, de tanta o mayor envergadura. Las dos se vampirizan. Son indisociables. Si no nos las viéramos con una postración española cada vez más semejante a la acaecida en 1898, tras el desastre de Cuba, a ese gran insensato que es Artur Mas no se le habría pasado por la cabeza comparar al secesionismo catalán con Gandhi, al considerar que lo de Cataluña es tan transversal y pacifista como la estrategia aplicada por Gandhi para obtener la independencia de la India del imperio británico.

Si tres de cada cuatro españoles no pudo votar la Constitución de 1978 por estrictas razones cronológicas, no puede sostenerse que nada es necesario cambiar. El argumento es el siguiente: en otros países, con constituciones más añejas, no ocurre nada. Se cita el ejemplo de la Constitución de los Estados Unidos, olvidando que ha sido sistemáticamente enmendada, que los refrendos son constantes para introducir en las legislaciones de los estados modificaciones legislativas de enorme calado. Algo parecido ocurre en la República Federal de Alemania. En España no. Aquí el último referéndum fue el convocado por el presidente Felipe González para decidir si España debía permanecer o abandonar la OTAN. Desde entonces, a mediados de la década de los ochenta, ni por asomo ha habido intención de convocar un referéndum nacional para introducir cambios básicos en nuestra legislación. En Cataluña sí se aprobó por referéndum su actual Estatuto y después se lo cepilló el Tribunal Constitucional. Ahí se inició el enorme descosido que no hay manera de arreglar.

Pocas dudas hay de que la Historia será muy dura con los dirigentes que no supieron, quisieron o pudieron ser estadistas cuando España los requirió. Rajoy sigue empeñado en congelarnos hasta la esperanza.