Si hay que juzgar a la luz de los medios de comunicación catalanes, la coalición CiU, que gobierna la Generalitat con el apoyo externo de ERC, está dolida con el PSC porque "ha debilitado la defensa de la consulta" soberanista. Duran lamenta que "el PSCE nos falle en el momento más trascendental de la historia" y Mas ha reprochado a los socialistas "que se bajen del tren cuando más se les necesita".

¿Del tren? ¿De qué tren? ¿Del que conduce a la independencia? Porque no hay que engañarse: no tiene sentido convertir "la consulta" en el gran desiderátum que ha de colmar las aspiraciones más hondas de la patria catalana para optar después por el no a la independencia. El PSC intentó la pirueta pero pronto acabaron dándose cuenta el PSC y el PSOE de que no era sostenible tal ficción: en Cataluña, o se cede a la corriente nacionalista, que juega con la carga psicológica positiva que consigue siempre David frente a Goliat, o se busca la racionalidad en la reforma del actual statu quo, que plantea evidentemente problemas, y problemas serios, y requiere una reconsideración a fondo.

En el PSC, que ha recorrido un largo camino de ambigüedad, se ha producido un paulatino proceso de recuperación esencial del realismo político, después de una larga etapa de deriva e inconsistencia ideológica que arrancó en 2003 con la formación del tripartito y la firma del Pacto del Tinell. Desaparecido del escenario político Maragall, quien aprovechó su gran ascendiente personal para arrastrar al PSC hacia el particularismo identitario, el PSC ha ido recobrando su posición central de centro izquierda, naturalmente opuesta al nacionalismo conservador de raíces étnicas. Y, según se comprueba, esta evolución no ha sido sólo de la cúpula de la organización sino que ha alcanzado plenamente a las bases; de otro modo, no se hubiera producido la clarificadora votación del domingo, en la que la línea de Navarro consiguió más del 83% de los votos del Consell Nacional frente al "sector catalanista".

Así las cosas, CiU no tiene derecho a afear al PSC que no sea nacionalista. Entre otras razones, porque „hay que repetirlo„ el progresismo se traduce con mucha frecuencia en una elevación sobre el particularismo y en una búsqueda de un nuevo orden basado no en la compartimentación por unidades homogéneas sino en el internacionalismo, en la transversalidad, en una solidaridad universal. En otras palabras, la opción simétrica del nacionalismo catalán no es el nacionalismo español sino el no nacionalismo, el rechazo al predominio de lo identitario sobre lo racional.

Precisamente en estos recovecos se encierra todo lo abominable de un proceso autodeterminista que fractura a la población en buenos „los partidarios de la secesión„ y malos „los traidores, como el PSC, que no defienden con suficiente vehemencia lo propio y sostienen la herejía de que una concepción inclusiva de España es enriquecedora para todos, también para los catalanes„. En la actual Cataluña, comienzan a advertirse resquemores de esta índole en el seno de los partidos, entre los partidos diversos, e incluso en el interior de las asociaciones más diversas, incluidas las familiares. Esta dudosa pulsión rupturista, enmascarada de filantropía pero en el fondo teñida de ambiciones no tan confesables, está sembrando más odio que amistad en este país, que en 1978 descubrió por cierto los valores, antaño tan poco frecuentados, de la tolerancia y la fraternidad.