Durante muchos años la existencia del mal se atribuía a los principios morales del cristianismo, que la asociaban con la idea del pecado y de la ofensa a Dios, así que cuando la noción del pecado fue desapareciendo de nuestro imaginario colectivo (algo que empezó a ocurrir en los años 60), también empezó a desaparecer la idea del mal. Y entonces se empezó a pensar que las conductas malvadas o crueles -o incluso sádicas- provenían de una especie de predestinación social que había condenado a un individuo en concreto a actuar de una forma "equivocada". Según estas corrientes de pensamiento, esa fatídica predestinación al crimen obedecía a tres factores sociales: las pésimas condiciones económicas, la falta de una buena educación (o "el deficiente proceso de socialización", por decirlo en su propio lenguaje saturado de tecnicismos), y por último al hecho de haber sufrido abusos y malos tratos durante la infancia. En general, los tres factores solían estar interrelacionados, pero el resultado era el mismo: si un individuo cometía un acto de los que antes, en otra era sociológica, se denominaban "malvados", era porque había vivido bajo la influencia de alguna de estas circunstancias adversas.

Hoy en día, estas corrientes han cristalizado en el pensamiento del teólogo José Arregi, que está convencido de que nadie puede cometer un crimen si antes no ha sido víctima de otro crimen muy parecido: "Nadie comete una violación o asesinato si no ha sufrido una violencia similar antes en sus propias carnes", dijo ese teólogo en una entrevista publicada no hace mucho en este mismo periódico. Ahí está resumido el pensamiento de esa nueva moral relativista que niega la existencia del mal: no hay criminal que antes no haya sido víctima.

Y todo esto parece muy bonito, y hasta nos puede hacer creer que somos mejores personas si lo consideramos una verdad universal, pero entonces uno se pregunta qué pasa con algunos hechos ciertos que no encajan muy bien en esta idea. Veamos, por ejemplo, el caso de Amon Goeth. En el campo de concentración de Plaszow, en Polonia, Amon Goeth se dedicaba a disparar desde el balcón de su despacho de comandante a todos los presos que él creía que estaban trabajando despacio. Ese hombre tenía dos perros, de nombres Rolf y Ralf, a los que en cierta ocasión les ordenó devorar -vivo- a un preso que había intentado escapar. Y ese mismo hombre mató de un tiro a su cocinera -otra presa judía del campo- porque un día le sirvió la sopa demasiado caliente. Durante el tiempo en que fue comandante de ese campo de concentración, Amon Goeth cometió muchos más crímenes así. "Cuando veías a Goeth, estabas viendo a la muerte", decían los presos. Pero lo bueno del caso es que Amon Goeth no había crecido en un ambiente desfavorable ni caótico ni nada de eso. Sus padres, por lo que se sabe, eran afectuosos y le trataban bien y procedían de un medio cultivado. En su ciudad natal, Viena, nadie disparaba al azar a los paseantes desde un balcón. Y tampoco se tienen noticias de que el niño Goeth fuera atacado por dos perros rabiosos o de que una cocinera malvada intentara envenenarlo con un plato de sopa caliente al que le había echado raticida. Ése es el gran misterio: Goeth no reunía ninguna de las condiciones que lo predestinaban a ser un criminal, pero acabó siéndolo, y en qué medida. Y eso que tampoco podemos olvidar que Goeth les salvó la vida a dos hermanas judías del campo porque un día las oyó tocar un nocturno de Chopin. Otro misterio más de la conducta humana.

Digo esto porque es un poco ingenuo pensar que el mal no existe y que cualquier criminal es en el fondo una víctima de una sociedad injusta y de una infancia desgraciada. Eso puede ser cierto en algunos casos, sin duda, pero no en todos. Y sí, ya sabemos que puede haber trastornos de conducta que empujen a alguien a cometer un crimen, pero también hay gente que comete una monstruosidad sabiendo muy bien que está cometiéndola y disfrutando por estar haciéndola. En los años 60 y 70 se puso de moda una corriente literaria que ensalzaba el mal y la transgresión, y que mitificaba a Sade y a Genet y a William Burroughs -y a otros muchos más- porque habían vivido al margen de la ley y de la concepción burguesa de la vida. De todo aquello, por fortuna, queda muy poco, pero esa idea de que el mal no existe ni existen los actos malvados aún sobrevive entre nosotros. Y eso no dice mucho a nuestro favor.