Dentro de lo posible en sus coordenadas de extensión, población y actividad, Madrid es una ciudad amable. Pocos se sentirán extraños en ella, procedan donde procedan y me atrevería a añadir que sea cual sea su lengua. Otras urbes de gran magnetismo han conseguido un temperamento análogo -sobre todo Berlín, en mi caso- y forman una selecta geografía del cosmopolitismo. El sistema de autonomías ha moderado en buena hora la centralidad madrileña, y lo que pase en ella no es lo único que cuenta, por más que sigan creyéndolo algunos madrileños. Pero siendo evidente que en las autonomías ya pasan cosas de primer nivel, no lo es menos que en Madrid pasan todas. Y habría que redistribuirlas equitativamente, no digo que excluyendo a la capital sino compartiendolas rotatoriamente.

Cada vez que viajo a Madrid trato de reservar un tiempo a las exposiciones temporales de los museos, tanto las que forman grandes colas de acceso y necesitan ampliar horarios como las menos solicitadas pero igualmente importantes. Ahora, por ejemplo, ofrece el Museo del Prado la colección "Velázquez y la familia de Felipe IV", con piezas propias y llegadas de los grandes homólogos de Europa y América, que dimensionan una de las cimas estelares de la pintura española, la del siglo XVII, con Velázquez, su yerno Juan Bautista Martínez del Mazo y el asturiano Juan Carreño Mirada como epítomes de una legendaria cristalización. En ella están ´las primeras Meninas´ del palacio inglés de Kingston Lacy, tan polémicas a despecho del dictamen del canario Matías Díaz Padrón, máxima autoridad mundial en el arte europeo del seiscientos, que considera indiscutible su naturaleza de boceto del propio Velázquez frente a la tesis de que es copia posterior de distinta mano. El precioso libro inmediatamente editado por Cristina Ordovás, presidenta de la Fundación Juan de Goyeneche, prueba inequìvocamente la autoridad del criterio de Diaz Padrón y la temeridad de oponerse a él en éste y muchos otros casos.

También en El Prado está la fabulosa exposición ´La belleza encerrada´, cuyas piezas proceden de su popia colecciòn pero que, reunidas en 17 salas temporales, ofrecen un apasionante discurso temático encabezado por obras maestras como ´La Anunciación´ de Fra Angelico y ´El tránsito de la Virgen´ de Mantegna, que Eugenio D'Ors valoraba como pieza suprema del Museo español. Belleza encerrada, más bien secuestrada para los que no pueden gozarla en Madrid. Y a eso voy: a la pertinencia de los convenios que hagan posible desplazar a las autonomías algunas de estas muestras después de su ciclo madrieño, y darnos la estimulante alegría de ver largas colas de acceso. Cada una de estas temporales del Prado, que suelen ser tres o cuatro simultáneas, aliviarían los privilegios centralistas y serian acontecimiento de orden histórico en las capitales autonómicas.