Vuelvo de un viaje a alguna parte y me desayuno con la noticia de que un médico, una enfermera -e incluso el guardia de seguridad que custodiaba el centro de salud en el que estaban trabajando- han sido agredidos. Los tres. Primero uno, luego el otro y finalmente ella. La noticia, como los buenos manuales, distingue entre violencia física y violencia psíquica, entre agresiones físicas hacia ellos y agresiones verbales hacia ella. Ahora resulta que los animales más primitivos -además de morder- hablan.

Vaya por delante que no veo demasiada diferencia entre agredir a un limpiabotas o a un médico, pero por si acaso vuelvo a fijarme. No la veo hasta que entiendo que dar lustre al cuerpo no parece lo mismo que dársela al alma. La veo mejor si pienso que el médico mantiene las constantes vitales necesarias para que el limpia cumpla con su trabajo, y termino de entenderla cuando me doy cuenta de cuál de los dos es más prescindible.

Agredir al médico al que vas para que te cure es un juego de insidias en el que no terminan de entenderse las reglas a no ser que sean bajo el adagio de yo te sano para que tu me enfermes. Agredir, insultar a la persona que se preocupa por tu salud, que vela por ti para que sigas teniendo la fuerza suficiente como para golpearle, es una paradoja con una aparente y sencilla solución que ojalá tuviera forma de reflexión.

Según datos de la Organización Médica Colegial, en el año 2012 se registraron 416 agresiones a médicos en nuestro país. La violencia contra los médicos ha llegado a tal nivel de insidia que algunas comunidades autónomas han tenido que instaurar planes específicos para combatirla. El colegio de Médicos de Barcelona se vio en la obligación hace tres años de crear una "unidad de vigilancia integral de la violencia contra el médico", una triste necesidad digna de merecer que algún compañero le recetara un antiemético de esos que se dan para las náuseas. Nuestro Colegio balear está preocupado por la situación, trabaja en la confección de un registro y se persona en las causas como acusación particular.

Cuando en esta vida economizada se distingue entre lo público y lo privado, en ocasiones olvidamos lo personal, al que está detrás de una institución o tras la bata blanca de su ejercicio. Admiro esa hipocresía anglosajona en la que cuando un tipo de jubila, incluso un médico, se dice de él que hizo cosas grandes para la comunidad, que aportó lo que supo para que otros muchos se beneficiaran de su espíritu y de su talento. Cuando se piensa detenidamente, esa hipocresía tiene un unto de realidad del que no puedo desprenderme. Pienso en ese momento en el que me atienden, en el pediatra de mis hijos cuando mis desvelos coinciden con los suyos al dudar en sus diagnósticos. Pienso en los niños, en los bien nacidos que circulan por la calle porque el obstetra cumplió con el deber de ayudar a que una mujer cumpliera con su sueño o su propósito de parir. Pienso en todas esas veces en las que de forma callada un oncólogo ve una solución en el tumor que hasta entonces era incertidumbre y sufrimiento. Y pienso en los ancianos, en los discapacitados y en los enfermos psiquiátricos, cada uno con alguien blanco que queda siempre a su estela, toda esa maquinaria silenciosa y blanquecina de gente que con su pequeño esfuerzo de muchos años intenta mejorar lo que somos.

Ahora me toca a mí atenderles en la consulta cuando el juzgado de guardia pregunta por sus lesiones; me toca valorar su alcance, sus días de baja, sus secuelas, la gravedad física y psíquica de lo ocurrido, el miedo o la incomprensión de que alguien acuda a tu puesto de trabajo a apalearte. Ahora puede que haya llegado el momento en que esta sociedad que se ha servido durante muchos años de esa dedicación, les devuelva en silencio el agradecimiento y el cariño que merecen. Basta con entender lo difícil que resulta hacer ese trabajo, o el esfuerzo que ha sido necesario para enfundarse ese uniforme o recordar lo que cualquiera de ellos hizo alguna vez por cualquiera de los nuestros. Y si así fuera difícil, si entender lo que hacemos fuera misión imposible, es suficiente con imaginar cómo nos hubiéramos comportado con uno de esos limpiabotas a los que ya no vemos más que de vez en cuando. Él no lo hubiera hecho.

*Médico-Forense, Especialista en Medicina Legal y Forense @Alarconforense