El escritor Juan Pedro Aparicio ha sentido siempre gran admiración por Inglaterra, por su sistema parlamentario, por la templanza de sus costumbres y sus gentes. ¡Cuántas veces hablamos de eso los fines de semana mientras paseábamos, acompañados de su perrita Boni, por el parque londinense que lleva el nombre de uno de los personajes que él siempre más ha admirado: lord Holland, quien fue amigo y protector de Gaspar Melchor de Jovellanos y de tantos otros liberales españoles.

Ahora, el autor leonés, premio Nadal por su "Retrato de Ambigú", publica una novela (1) que tiene a Jovellanos como protagonista y en el que ha volcado a través de esa gran figura de la Ilustración española algunas de sus reflexiones y preocupaciones sobre el pasado y el presente de nuestro país. Aparicio ha escogido para ello la última semana de su vida, cuando, junto a otros refugiados, Jovellanos huye a toda prisa de las tropas de Napoleón, que han asaltado Gijón, a bordo de un pequeño barco, cuyo ambiente sofocante le sirve al autor para denunciar aquella España de fanatismos, de intolerancia y de fobias contra la que luchaban a su manera todos los ilustrados.

Es un viaje que debía ser en principio de sólo unas horas de cabotaje, pero que por culpa de las tormentas que se desatan sobre la frágil embarcación termina durando ocho días hasta que los viajeros arriban finalmente a otro puerto asturiano, el de Vera, donde el autor del "Informe sobre la ley agraria" se verá sorprendido por la muerte.

Durante la travesía, Jovellanos repasa febrilmente su vida, rememora sus siete años de cautiverio, sin que mediara proceso y sin cargos, en el castillo de Bellver y piensa obsesivamente en la visita que allí le hizo la joven hija de un amigo, de la que está platónicamente enamorado al punto de soñar con irse a vivir con ella a Inglaterra al final del que será su último viaje. Le vienen también a la mente sus diferencias con algún otro ilustrado como Francisco Cabarrús, ministro de Finanzas con José Bonaparte, pero con quien le une, por encima de todo, su común fe en las luces, en la instrucción y en la libertad del pensamiento, o piensa con tristeza en la prisión y el destierro de Pablo de Olavide, otro perseguido por la Inquisición, de quien lamenta que hubiese tenido la debilidad de escribir al final un libro que era en realidad un alegato contra la que había sido su vida. Reflexiona con amargura una y otra vez sobre los motivos ruines que animan a tantos de sus compatriotas „la insidia, la envidia y el fanatismo„, al tiempo que se lamenta del estado de cosas que él mismo había denunciado en su famoso Informe: las fincas improductivas, los latifundios, las tierras baldías o abiertas al paso del ganado que destruye los cultivos. Y ve también cómo incluso en algunos ocupantes del barco en el que viaja, entre ellos el capitán y su sobrino, han hecho mella algunas de las falsas acusaciones de que él había sido objeto tras su salida de la Junta Central, como la de haber amasado riquezas que ahora guarda en los baúles que lleva consigo cuando en realidad ésos sólo contienen sus libros, entre ellos las memorias en las que justifica su actuación de aquella patriótica Junta.

Para Aparicio, Jovellanos fue un político que quería para España un "traje constitucional a medida", que no le violentase, un traje como el que los ingleses habían hecho para su país. Hoy, dice el novelista, aquel ilustre asturiano sería un firme defensor de la transición política, del consenso, del diálogo y del equilibrio de poderes, algo que por desgracia no parece que hayamos alcanzado aquí todavía.