El pasado abril conocí a Catherine Camus. Conocer es aquí un verbo optimista: nos cruzamos y cruzamos un par de frases titubeantes, nada más. Antes, ella había presentado el libro sobre su padre y yo había hablado de Mediterráneos con Michel Déon, el viejo húsar, de impresionante vitalidad pese a sus noventa años. Fue en el bordelés quartier de Sainte-Croix, a la sombra de una de las fachadas románicas más imponentes y maravillosas que haya visto en mi vida (y la visito desde hace ya bastantes años). Al principio pensé que el paso de Catherine Camus, vacilante y falto de equilibrio, era debido al adoquinado y sus irregulares altibajos. Después percibí en ella cierta tensión interior: estaba tan incómoda como si surgiera de una sesión espiritista. No sé lo que había pasado en la sala donde presentaba el libro, pero no parecía que hubiera sido trago de su gusto. Le dije una o dos frases, nada originales, sobre su padre y ella abrió mucho los ojos, como si algo le molestara en el cristalino (rogué que no fuera mi imagen). Después la miré alejarse, envuelta en un abrigo color camel que le venía un poco grande y con el aire de quien vive en el campo y ha bajado obligado a la ciudad, con prisas por regresar a casa. En aquel momento pensé en la maldición de los hijos o nietos de... Lo pensé porque es una constante en la vida de los grandes artistas y uno no tiene más remedio que acudir a la Antigüedad para interpretar esos destinos. Aunque luego, al acordarme del hijo de Françoise Sagan -a quien había conocido en el mismo lugar años atrás- pensé que me equivocaba, que también los había felices viviendo en la memoria de sus padres, por grandes que estos hubieran sido.Y pensé que tal vez todo fuera tan sencillo como que aquella mujer tuviera un mal día, o que le angustiara hablar en público y fuera muy tímida con los desconocidos. Pensé que la hija de Camus se repondría minutos después, paseando junto al Garona -uno de los grandes paseos de Europa- y lo único realmente fantasmagórico sería mi súbita aparición y mis palabras de respeto hacia la figura intelectual de su padre.

Estos días de celebración del centenario de Albert Camus, me he acordado de aquella escena, asociándola a la incomodidad que continúa produciendo Camus en la sociedad contemporánea, la que aún guarda relación -no sabemos por cuanto tiempo- con la cultura escrita. Una incomodidad no dicha que se traduce, a veces, en el uso desviado de su figura. Crecimos oyendo citar, o nombrar, a Camus y Camus fue uno de nuestros referentes (ahora se dice así) morales (ahora ya no se dice así), aunque recuerdo que eran mayoría absoluta los que contraponían a Sartre, con grandes golpes de incensario, y arrugaban la nariz ante el Camus que celebramos. Los aniversarios suelen provocar la aparición de sectas adoradoras del celebrado, lo que -fieles aparte- es una forma de antropofagia posmoderna. Pero lo cierto es que existen personas clave en nuestra cultura porque no se rindieron a las exigencias de su tiempo, sino todo lo contrario. Y precisamente por eso, cuando su tiempo se proyecta sobre el nuestro, su sombra -benéfica- permanece. Pero lo hace en solitario, como estuvo cuando fue.

La soledad -también la intelectual- es incómoda y Camus fue un hombre solo que supo que la dignidad se encerraba en esa soledad. Camus no fue -no es, cuando se le lee- una persona cómoda y eso no hay que entenderlo como que fue un intelectual muy crítico, o como entendemos ahora a los partidarios de no dejar títere con cabeza. Ser crítico no necesariamente es incómodo, al revés: son los críticos ante todo quienes se llevan el aplauso, tanto de la masa como de los esnobs. Son los críticos -al menos algunos de ellos- los que luego acaban presidiendo instituciones, o escuelas artísticas, o lo que haga falta. Porque la oficialidad, en el fondo, es su amante secreta y el gran público su ansiada querida. Camus no era plato de gusto ni entre los intelectuales y escritores de su tiempo, ni entre los periodistas del mismo. Tampoco entre el poder, fuera cual fuera ese poder, por mucho que De Gaulle alabara su papel en Combat (eso pertenecía a la novela mental de De Gaulle). Si alguien fue ninguneado -y no colocado en peana progresista y sí en la reaccionaria, que tampoco le correspondía- ese alguien fue Albert Camus. Su pensamiento. Nunca se le había de perdonar que se opusiera radicalmente a los ajustes de cuentas y juicios sumarísimos contra los collabos, después de la toma de París. Tampoco su posición en la guerra de Argelia, o que no buscara la aquiescencia y el entusiasmo de los que formaban el establishment cultural, periodístico y universitario (que en su afán por coparlo todo tampoco se tiene por establishment siéndolo: ellos santifican o condenan a las tinieblas exteriores). Albert Camus fue un hombre al margen, debido no a la misantropía ni al desdén, sino a su humanidad. Una humanidad de la misma estirpe que su sentido de la responsabilidad, nunca dispuesto a sumarse a la última revuelta, ni a sacar rédito de ella. Le dieron el Nobel, sí; pero también se lo dieron a Pasternak en Rusia y no fue suficiente para que dejaran de perdonarle la vida. Un accidente de tráfico puso fin a la incomodidad y Sartre acabó apoyando a los kemeres rojos. Lo que habría dicho Camus.