En un encomiable propósito de prevenir catástrofes y evitar tragedias, las autoridades suelen obligar a que se lleven a cabo en las fábricas, empresas, institutos, oficinas y demás centros en los que haya gente ya sea trabajando o de paso simulacros destinados a ensayar lo que hay que hacer de presentarse una emergencia. Cuando se habla de una central nuclear, como es el caso de la de Almaraz cuyo ensayo de respuesta a la liberación de sustancias radiactivas ha tenido lugar estos días, la pertinencia de tales simulacros parece más que justificada. Están en la memoria cercana los trances amargos por los que nos hicieron pasar las catástrofes de Fukushima y Chernobil. Ojalá que el siguiente episodio crítico „que llegará. lo queramos o no. porque la ley de Murphy existe„ nos coja entrenados y sabiendo lo que hacer. Pero las dudas que cabe plantear se refieren a si tales simulacros sirven en realidad para eso.

Los únicos de los que tengo experiencia personal son los de la evacuación de mi facultad llevada a cabo ante un supuesto incendio. El plan del simulacro sigue siempre unas pautas parecidas: se advierte al profesorado, personal de administración y servicios y alumnos que se va a llevar a cabo el ensayo y se explica lo que se espera que haga cada uno de los presentes. Luego suena la alarma y la gente deja de lado lo que está haciendo para abandonar de manera ordenada el edificio. Una vez fuera, los corrillos comienzan a comentar sus cosas hasta que el ejercicio termina y es posible volver a las clases y a los despachos. Como es lógico, todo el proceso se lleva a cabo sin prisas, con cierta desgana y tomándose el asunto más bien a broma. En el mejor de los casos. Porque hay quien se desentiende del asunto y pretende seguir trabajando como si nada sucediese, en la convicción de que en realidad no pasa nada en absoluto. De ahí que se formen equipos que comprueban, piso por piso y aula por aula, dónde quedan los indiferentes y los despistados.

Lo que tenga que ver semejante ejercicio se parece tanto a lo que sucedería al presentarse un incendio de verdad no ya como un huevo a una castaña sino a un cepillo de dientes. De entrada, la primera reacción ante una alarma sonora es la de que se ha disparado por error. Luego cuando llegan el humo y los gritos se salta de golpe desde la desgana al pánico. Y a partir de ahí aparece el caos: carreras alocadas en busca de una salida que suelen llevar al bloqueo de las más evidentes e inmediatas y desesperación que anula cualquier juicio sensato. Las probabilidades de que en semejantes circunstancias alguien se acuerde de lo que aprendió durante el simulacro, si es que aprendió algo, se acercan al cero absoluto. Para mí que habría menos víctimas diciendo por los altavoces que a la puerta del edifico está George Clooney firmando autógrafos.