A lo largo de los años, tres personas vinculadas a Mallorca han calado de tal manera en mi espíritu que, por razones del todo diversas, merecen un lugar relevante en mi memoria, cada vez más selectiva: Félix Pons, Andrés Ferret y Teodoro Úbeda. Permítanme que glose de forma más breve mi relación/imaginario con/de Andrés y Teodoro, mientras me extiendo más en el caso de Félix, con ocasión del próximo nombramiento como hijo ilustre de la ciudad de Palma, que también sigue siendo mi ciudad, en la que muy pronto viviré tras tantos avatares. Todos acabamos por volver a la casa del padre/Padre.

Muchas veces he comentado mi honda relación con Andrés, compañero de curso en Montesión, donde bebimos las mismas aguas intelectuales y existenciales, para después desmarcarnos de tales aguas por derroteros muy distintos. Pero siempre conservaremos una especie de amistad radical, que nos llevó a interrogarnos el uno por el otro, además de formar parte del esfuerzo colectivo a la hora de lanzar este Diario de Mallorca que los lectores tienen en sus manos.

Andrés, desde el comienzo, fue el ideólogo admirado por amigos y adversarios, nunca jugador de ventaja en las oscilaciones de la sociedad mallorquina. Discutido pero inamovible de sus principios. Y, para mí, permanente compañero de viaje en espaciadas conversaciones en garitos y restaurantes de mejor catadura. A él dediqué uno de mis libros más preciados: Días de vida, un año en la vida de un jesuita, breve y sencillo homenaje con ocasión de su prematura muerte. El volumen que se editó en aquellos momentos con una selección de sus mejores artículos, forma parte de mis libros de cabecera, y me remito a sus páginas cuando el pesimismo periodístico me invade. Claridad. Fidelidad. Libertad.

Mi relación con el obispo Teodoro, una de las figuras eclesiales en la Mallorca del siglo XX, fue mucho menos frecuente, salvo algunas visitas de cortesía y amistad, además de conversaciones telefónicas para pactar determinadas materias periodísticas que le interesaban como pastor de la diócesis. Pero tenía un pondus personal que, a la vez que te distanciaba, te lo ponía en bandeja por su capacidad para aproximar puntos de vista, entonces tan agriamente polémicos en la sociedad española y mallorquina. Pero siempre que le escuchaba o leía o conversaba en palacio, sentía la misma sana inquietud de cuando entraba en contacto con el llorado cardenal Tarancón: hombres de Iglesia desde una medida mundanidad. Cristológicos. Lástima que, tras su muerte, sobreviniera un largo silencio eclesial en la diócesis, puede que ahora superado, a Dios gracias.

Y llegamos al objeto fundamental de este artículo, el siempre recordado y admirado Félix Pons. Le llevaba dos años en el claustro de Montesión, pero Félix siempre pareció mayor de lo que cronológicamente le correspondía. Sereno hasta el tuétano, nunca perdía esa compostura ahora tan poco al uso: si no gritas, eres nadie. En ocasiones elevaba el tono de su voz para defender sus principios, a los que jamás renunció, consecuencia del magisterio de su padre pero también de determinados jesuitas que fueron sus profesores. En cada ocasión que nos encontrábamos me recordaba al P. García-Nieto, uno de aquellos miembros de la Compañía que, en los años duros, optó por la causa de los más pobres y marginados, material y políticamente. Nunca olvidaré las palabras de Félix cuando recordaba su relación con este hombre que se adelantó al espíritu de Arrupe. Sereno. Fiel. Socialdemócrata a rajatabla. Creyente en profundidad. Una de esas personalidades que ennoblecían la ciudad solamente con su sencilla presencia y su conversación inteligente y honda. Y en fin, auténtico referente a lo largo de mi vida, vivo y ya fallecido.

Cómo me gustaría estar presente en el acto del 31 de diciembre cuando tenga lugar el nombramiento como hijo ilustre de la ciudad donde nos conocimos. Dios dirá. Pero en todo caso, he querido dejar constancia desde ahora, de la satisfacción que me produce la medida tomada por los munícipes palmesanos y lamentar que algunos hayan perdido la ocasión de respetar una memoria tan respetable. Una memoria que, junto a la de Andrés y Teodoro, forma parte de mi propia memoria y la fecundan una y otra vez. Eso que denomino la memoria cultural y que de forma inevitable, llevamos a cuestas y nos define.

A los tres amigos, mi recuerdo ferviente. A cuantos mantienen un recuerdo semejante, mi sincera gratitud. Y a Félix, en concreto, con la seguridad de que leerá estas líneas, la felicitación más entrañable con ocasión de su nombramiento. Como siempre, las ciudades permanecen en sus mejores ciudadanos.