La Radio Televisión Valenciana ha sido una creación política perversa encaminada más a la manipulación que a la transparencia, que expulsó a la audiencia y generó un desbordamiento inaceptable del gasto. El ente valenciano ha llegado a tener 1.620 trabajadores y una deuda superior a los 1.000 millones de euros, pero sólo la crisis económica ha alertado de ello. Y la anulación del Expediente de Regulación de Empleo ha abierto paso a la clausura definitiva del monstruo creado por los políticos.

Evidentemente, aquel engendro no era sostenible, pero el cierre de la televisión autonómica es un error. Las televisiones privadas en España, boyantes y florecientes, cumplen su papel pero no pueden colmar las tareas que competen a las televisiones públicas: generar sentimientos de pertenencia y solidaridad, cohesionar los ámbitos sobre los que se extienden y prestar servicios públicos de calidad en todo el arco informativo, incluidas la educación y la difusión cultural. En el caso valenciano, además, la televisión económica debería auspiciar la normalización del bilingüismo.

Naturalmente, para tales cometidos la televisión autonómica necesitaría un completo rediseño y un gran adelgazamiento. Y quizá el coste político del cierre sea menor que el de emprender esta reconstrucción. Pero sin duda el interés general saldría favorecido si no se lanzase el mensaje de frustración de la clausura definitiva, que arrasa uno de los elementos más visibles de la propia autonomía.