Después del pontificado de Benedicto XVI, tiempo en el que más veces se le escuchó hablar a un Papa del Dios que parece esconderse en ciertos momentos de la historia, Francisco ha manifestado días atrás que él también ha experimentado dudas en el camino de la fe. "Todos hemos experimentado la sensación de estar perdidos, de tener dudas e inseguridades. ¿Quién no los ha tenido en su camino de la fe? También yo", fueron las palabras del Papa Bergoglio, las cuales confirman que el papado del siglo XXI no sólo puede mostrar su fragilidad física (Juan Pablo II, o el propio Benedicto XVI), sino también sus "noches oscuras". No existe constancia de que antes de Ratzinger un Papa se refiriera en público a la ausencia de Dios. Al vicario de Cristo se le había de suponer una fortaleza de fe incompatible con la duda. Si una de sus funciones, probablemente la primordial, como en el caso de todos los obispos, es la de "confirmar en la fe" a sus hermanos, ¿cómo es posible que manifieste que existen dificultades?

No obstante, como en tantos otros aspectos, hay una diferencia palpable entre lo que acaba de manifestar Francisco y lo que exponía su predecesor, ya que las dudas de Bergoglio revisten una nota existencial, mientras que Ratzinger elevaba sus reflexiones a la categoría filosófica y teológica de la oposición entre el mal y el Dios omnipotente y bueno. En efecto, Benedicto XVI ha sido un Papa del siglo XXI pero con la conciencia a sus espaldas de todo lo ocurrido durante el siglo anterior, el siglo de las grandes guerras, el siglo de los genocidios, el siglo en el que la destrucción del hombre por el hombre alcanzó la más alta eficacia de toda la historia. No en vano, la primera vez que el Papa Ratzinger habló durante su pontificado del Dios que parece ausente fue durante su visita al campo de extermino de Auschwitz, en 2006, cuando se preguntó: "¿Por qué, Señor, permaneciste callado?". A esa idea retornó en varias ocasiones a lo largo de sus años papales, y cuando ya había anunciado su retirada volvió a ella con la variación de que la barca de Pedro había sufrido terribles agitaciones y él se preguntaba por qué "Dios parecía dormido".

Y la reflexión de Ratzinger para salir de aquellos atolladeros concluía que la omnipotencia de Dios "no se expresa como fuerza automática o arbitraria, sino que se caracteriza por una libertad amorosa y paterna. En realidad, Dios, creando criaturas libres, dando libertad, renunció a una parte de su poder, dejando el poder de nuestra libertad (€). Su omnipotencia no se expresa en la violencia, no se expresa en la destrucción de cada poder adverso, como nosotros deseamos, sino que se expresa en el amor, en la misericordia, en el perdón, en la aceptación de nuestra libertad y en el incansable llamamiento a la conversión del corazón".

En un plano diferente se asientan las últimas reflexiones de Francisco, que no es un teólogo, sino un pastoralista. Y como tal no se introduce en el complicado problema del mal, sino que habla de que "nuestra fe necesita el apoyo de los demás, especialmente en tiempos difíciles; hay que confiar en Dios, a través de la oración, y al mismo tiempo, es importante encontrar el valor y la humildad para estar abierto a los demás en busca de ayuda y pedir una mano".

Si la antigua Teodicea había reunido un compendio de pruebas de la existencia de Dios, el día de Todos los Santos de 1755, en Lisboa, un terremoto dantesco iba a ser la semilla de destrucción de la Teología Natural que había elaborado tales pruebas. Salvo un intermedio de la mano de Hegel, para acomodar el mal en la historia del hombre y su progreso hacia el Espíritu Absoluto (el mal como altar de sacrificio de humanos que serán recompensados en la vida eterna), la Teodicea ha permanecido silenciosa desde el terremoto de Lisboa. Y donde antes se hablaba de pruebas cosmológicas, ontológicas, finalísticas, etcétera, de la existencia de Dios, hoy apenas se acude a la prueba existencial: "Ser hombre es la prueba de Dios" (según sintetiza Xavier Pikaza en su reciente libro "Teodicea"). Y lo que Francisco acaba de recomendar, sin meterse en consideraciones profundas, es que cuando la fe flaquee, el individuo acuda a los que en ese momento la tienen firme. El problema es que cuando la razón ha hecho la primera pregunta ya no se detiene jamás.