Se han cumplido cincuenta años de la aparición de Rayuela. Recuerdo mi estreno como articulista en este diario. Se trataba, para entendernos, de un artículo de prueba, para ver por dónde iban los tiros, para tomar pulso. De eso hace ya trece años. Mientras le estaba dando vueltas al coco buscando un tema de interés, opté por lo más inmediato, por lo que tenía más a mano. Y a mano tenía un CD titulado Jazzuela, que me regaló mi hermana. Me hizo gracia aquel juego de palabras, entre el jazz y el título de la novela del Gran Cronopio. Así que, ni corto ni perezoso, comencé a escribir ese artículo sabiendo que, tal vez, no era el más indicado. Un artículo que significaba la pura libertad, como quien escribe un poema o se pierde en un solo de trompeta. Ese CD era la banda sonora de Rayuela, allí estaban todos los temas que los miembros del delirante Club de la Serpiente escuchaban entre humo de cigarrillos, tragos de whisky, fanfarronadas intelectuales, piques eruditos, escarceos y amaneceres pastosos. Y París, siempre París como telón de fondo. En definitiva, el juego. Porque la rayuela no deja de ser un juego de niños y, por tanto, un juego sumamente serio. Se trata de ir saltando de casilla en casilla hasta llegar al cielo. Y el cielo es la misma niñez.

Según los estados de ánimo o los grados de alcohol que habita la sangre de los reunidos, se van eligiendo los temas para la ocasión. Desde Bessie Smith, que cantaba con la cabeza metida en un canasto de ropa, hasta Lionel Hampton que ascendía hasta los cielos escalando con su vibráfono, hasta Coleman Hawkins o Jelly Roll Morton.

El cronopio es un ser tan extremadamante sensible y desordenado, poco o nada aficionado a las convenciones. Mientras que el fama es lo contrario, un ser rígido y severo, anquilosado y siempre pendiente de la hora que marcan los relojes. Luego, existe un ser intermedio, al que Cortázar llama esperanza, y que es un sujeto anodino e indolente, que se deja arrastrar a veces por el empuje lúdico del cronopio y en otras ocasiones por el mandato y las exigencias de los famas. Es un esquema algo simple, como todos los esquemas, pero que sintetiza muy bien al ser humano. Por supuesto, ninguno de nosotros es tan puro como para autoproclamarse cronopio. Las servidumbres de la vida ya se encargan de adecentarnos, de hacernos algo más modosos, de ceñirnos al ámbito de lo posible, de hacernos algo más previsibles y mansos. Sin embargo, qué ganas a menudo de ponernos el mundo por montera, de salirnos por la tangente y decir: "ahí os quedáis." Ahora bien, es en la conciencia del límite donde radica la libertad. El niño que patalea y que insiste en seguir jugando, en el fondo desea que alguien le imponga un límite, que alguien le acote este inmenso y vertiginoso campo abierto en donde todo es posible. Y, por tanto, imposible. Todos hemos sido partidarios del cronopio en contraposición a los famas. Sin embargo, el cronopio tiene sentido gracias a su rígido oponente. Gracias al aspecto plomizo del fama, el cronopio tiene la oportunidad de brillar. En general, casi todos nos decantamos por el poeta y algo menos por el inspector de Hacienda, y disculpen la demagogia. Pero no vayamos a caer en la simpleza. Tras el rostro gris del inspector de Hacienda puede latir el poeta, el gamberro, el niño travieso, y tras el poeta laureado tal vez sólo haya un hombre que ha convertido la poesía en un triste automatismo, en una mecánica anodina de fabricar versos. Lo inteligente sería sabernos comportar según las circunstancias, pero tal actitud no dejaría de ser una forma de cumplir con el expediente. Lo arriesgado es ser travieso en las situaciones cargadas de solemnidad. Reírse de la muerte sabiendo que, a pesar de todo y al final del trayecto, la partida está perdida. Éste es el verdadero cronopio, el que encuentra motivos de risa en los momentos más graves, a quien se le escapa una carcajada inoportuna en el instante más solemne. No es fácil, pero si no queremos convertirnos en lo que Lezama Lima llamaba "tortugones amoratados" -seres anquilosados y sin reflejos- no está de más releer el delicioso y a ratos delirante universo de los cronopios, a los que hay ir alimentando más que nada para que no se nos marchite la vida.