La pasada semana, el conflicto catalán registró la primera tentativa seria de un encauzamiento ambicioso a cargo de los principales actores de ambos lados. Como es conocido, el miércoles se reunían Rajoy y Rubalcaba -el presidente del Gobierno regresaba de Barcelona, donde se había encontrado unos momentos con Mas para escenificar con él otro desentendimiento protocolario-, y el viernes el presidente de la Generalitat recibía a Rubalcaba y a Navarro en el Palau de la Generalitat.

Los líderes de los dos principales partidos estatales, políticamente enfrentados por el ´caso Bárcenas´ aunque con buena sintonía personal, corroboraron la cercanía de sus posiciones de partida ante el movimiento centrífugo de Cataluña, coincidieron sustantivamente en el diagnóstico y, de momento, discreparon en la terapia. El avance consiste sustancialmente en que Rajoy, empeñado hasta ahora en mantener la más absoluta inmovilidad, ha reconocido la gravedad de la situación y se ha mostrado dispuesto a conseguir consensos que den lugar a soluciones. Aunque de momento recela de una hipotética reforma constitucional.

Empieza a cundir, en definitiva, el realismo que permite vislumbrar que la solución que se adopte debe reunir dos condiciones: en primer lugar, ha de solucionar el agravio que produjo el abrupto fracaso de la reforma estatutaria, que, en su versión aprobada por los parlamentos español y catalán y refrendada por la sociedad catalana, representaba un salto cualitativo en la instalación del Principado en el Estado. En segundo lugar, dicha solución ha de resultar digerible por el resto de las comunidades autónomas, para lo cual es preciso que la singularidad política no genere privilegios económicos.

Todo indica, en fin, que no habrá más remedio que lograr mediante una reforma constitucional lo que no se pudo hacer mediante la reforma estatutaria. Y que, por equidad y simetría relativa, dicha reforma habrá de consistir en un ´salto federal´.

Rajoy, que ha reconocido la facilidad con que se han efectuado ya dos reformas constitucionales en este país cuando estaba claro el objetivo y existía una mayoría consistente, no cree que en esta ocasión se den estas condiciones. Aunque hay un elemento muy relevante en esta observación: fuentes indeterminadas del entorno de Rajoy, citadas por el periodista Carlos E. Cué, aseguran que el presidente del Gobierno sólo se embarcaría en la reforma constitucional si previamente hubiera conseguido un pacto muy cerrado con CiU. La exigencia es razonable porque la desconfianza en el nacionalismo, en esas cuestiones, es simple prudencia, dada la insaciabilidad de los soberanistas a la hora de reivindicar márgenes de autogobierno o de soberanía.

En estas condiciones, puede decirse que es CiU la formación que debe enfrentarse al gran dilema: o acepta el envite y se dispone a la larga marcha hacia la reforma constitucional sin rupturas ni divorcios, o se decanta por la incierta exploración soberanista, que no ofrece garantías de éxito y que, de momento, aparece flanqueada por grandes amenazas. Las dos opciones son duras e inhóspitas y acarrearán desencuentros y malos tragos, y ambas habrán de abrirse paso en medio de polémicas muy ardorosas. Cada cual habrá de medir riesgos y asumir sus responsabilidades políticas e históricas. Porque sin un mínimo de grandeza por parte de todos, el propio dilema puede llegar a volverse demasiado indigesto.