Ni el caso de Québec ni otros intentos secesionistas recientes en Occidente son verdaderos precedentes del caso catalán porque en todos ellos hay singularidades muy definitorias, pero es evidente que en nuestro ámbito político la independencia de un territorio, que habría de suponer la ruptura de un Estado, sólo se podría producir al final de un largo y pertinaz camino, en el que los postulantes de la ruptura se cargaran de razón y consiguieran acreditar un seguimiento muy masivo de sus tesis. En este supuesto, el principio democrático, aplicado de forma absolutamente pacífica, obligaría a reconocer la secesión de forma negociada y paccionada, y así lo considera el célebre dictamen del Tribunal Supremo de Québec de 1998, plasmado luego en la ley de la Claridad.

Así las cosas, la amenaza del mundo nacionalista de que de no tomar iniciativas las instituciones centrales el Parlamento catalán podría lanzar una proclamación unilateral de independencia no tiene recorrido. Por más que el aviso haya sido lanzado por el ambiguo portavoz de CiU en el Congreso, Duran Lleida, postulante de una ´tercera vía´ pero en absoluto dispuesto a quedar como un esquirol en este festival independentista que ha organizado Artur Mas, en colaboración con la familia Pujol, airada por la osadía de los fiscales españoles que están sacando a la luz las vergüenzas financieras de algunos de sus hijos.

Ninguna constitución democrática moderna contiene el derecho de secesión, obviamente. Y conviene recordar que la actual no fue impuesta a Cataluña sino al contrario: recibió la adhesión de los principales partidos catalanes, incluidos los nacionalistas -salvo ERC, que votó en contra en el referéndum-, y un catalán ilustre, Miquel Roca, tuvo una intervención decisiva en la ponencia constitucional. No puede, pues, pedirse que deje de regir la Carta Magna en Cataluña para que el independentismo pueda imponer sus tesis y convocar un referéndum de autodeterminación. Y el margen de interpretación de que habló Duran en el Congreso el pasado miércoles al lanzar la amenaza es el que es, y no ilimitado.

En estas circunstancias, deberían reflexionar los nacionalistas que dirigen la Generalitat y quienes les apoyan sobre un antecedente bien expresivo, el "plan Ibarretxe", la "propuesta de Estatuto Político de la Comunidad de Euskadi" aprobado por el Parlamento vasco a finales de 2004 y remitido al Parlamento español en enero de 2005 para su debate y votación. La propuesta fue tramitada como una reforma del Estatuto de Autonomía vigente y resultó rechazada el 1 de febrero por 313 votos en contra y 29 a favor.

Paralelamente, una declaración unilateral de independencia recibiría el tratamiento jurídico adecuado por parte de las instituciones del Estado. En concreto, es evidente que, requerido el Tribunal Constitucional por el Gobierno, suspendería automáticamente la resolución, que finalmente sería declarada ilegal. Y quedaría cerrado el proceso. En otras palabras, si se decide poner fin al debate político para orillar conscientemente la legalidad, el Estado de Derecho tendrá que actuar para restablecerla de forma prácticamente automática. El plan Ibarretxe, desprestigiado, se fue por el sumidero de la historia, y eso mismo podría ocurrirle en Cataluña a una pulsión soberanista desenfrenada que pretendiera ignorar las reglas de juego de la democracia.

Por descontado, en esta reflexión se excluye siquiera como hipótesis que el nacionalismo ahora independentista optase por cualquier forma de ruptura que diera lugar a hechos consumados. Ni España ni Europa ni la propia sociedad catalana aceptaría tal disparate.