Del mundo que nos inquieta y que se nos viene encima encuentro cierto paralelismo entre la hamburguesa de laboratorio y la compra por Jeff Bezos del mítico Washington Post. A los científicos les preocupa que la carne no sea lo suficientemente roja y especulan con tintes, mientras que los observadores de la adquisición meteórica de la legendaria cabecera del periodismo aspiran a que el magnate de Amazon pinche bien en la yugular y despeje los nubarrones. A fin de cuentas, en uno u otro campo, se está en el territorio de revolucionar el consumo: que el invento surgido de la células madre de la vaca tenga grasa y aspecto comestible, y que el periódico de referencia transmute sin transmutar al nuevo orden de la industria del conocimiento. En Estados Unidos, el devenir del periódico que destapó el escándalo Watergate es el acontecimiento que marca la nueva hoja de ruta del capitalismo de última hora: las élites laboriosas del pasado, como la familia Graham, propietaria del Post, cansadas y agotadas por los números rojos, entregan el testigo de la historia a los jóvenes y multimillonarios empresarios de la era digital. Sobre cómo será la revolución en ciernes, todo especulaciones. Quizás Bezos haga una pira con el papel, o quizás invente la simbiosis, o quizás ni una cosa ni la otra: una nueva estatuilla para su megalomanía, y a dejar que el Post caiga como una fruta llena de estrías y arrugada.

Ante los interrogantes sobre si este propulsor del marketing por Internet será o no el salvador de los periódicos, apliquemos una reflexión de Camus sobre la angustia que le provocaba acumular enemigos en la práctica de su periodismo combativo. "Es un sufrimiento perpetuo, pues debemos admitir que vivimos en la capital de la malignidad, la denigración y la mentira sistemáticas". El autor de El extranjero, en efecto, miraría a Bezos con desconfianza, y en una reunión, aquí imaginada, le preguntaría a la joya de la nueva economía si entre sus previsiones está la de instalar en el Post programas informáticos capaces de elaborar noticias, reportajes, crónicas o entrevistas de acuerdo con unos modelos estándar. Todo es posible.

Valga esta supuesta impertinencia del argelino para manifestar la debida preocupación por lo que en realidad importa. El cambio en el Post encierra el simbolismo clásico entre la prensa y el poder: pese a balances contables pésimos, un empresario sobrado de dinero nunca le hace ascos a la necesidad de tener un altavoz que le cubra las espaldas frente a un gobierno, o bien para preservar su imagen o la de sus otras empresas. Así ha sido desde que sucumbió la prensa ideológica, el fin de una etapa que dio paso a la de la búsqueda del equilibrio entre la libertad del periodista y los intereses del editor. Publicar las conversaciones del Watergate o los papeles de Wikileaks conllevaba, cómo no, una trastienda sobre las consecuencias de la noticia. En los dos casos triunfó el periodismo frente a las interferencias. En este escenario, Bezos es el poderoso de una nueva época que, según los benevolentes, aspira insuflar a la vieja maquinaria el combustible para que rompa barreras y penetre en los hábitos procreados por la cultura digital. Otros, más apocalípticos, sólo ven al enterrador de Edgar Allan Poe en el coche de la funeraria.

Los científicos quieren que la hamburguesa sepa a algo y que incluso tenga la marcas de la parrilla en su textura. Harán cientos de pruebas hasta conseguir una buena imitación. En el caso del Post, nada es descartable: Bezos es observado como el oráculo y el orbe periodístico espera su mensaje bíblico. El papanatismo al uso deconstruye las peculiaridades del magnate americano, desde su obsesión por trabajar a largo plazo (una década para su libro electrónico Kindle) a su extravagante proyecto de construir un reloj que dure 10.000 años, pasando por su ambición de que el ciudadano de a pie conquiste el espacio. Para completar el desconcertante caleidoscopio, está casado con una escritora y fue un fanático de las citas a ciegas con el objetivo de seleccionar a la mujer de su vida con la menor proporción de error.

Metido todo ello en una coctelera y sacudido uno podría llegar a sufrir el espasmo de que entre sus visiones no está, ni mucho menos, el respeto al talento periodístico, ese que tanto se admira y se expurga ahora para superar la crisis de lectores. Y ahí está la clave: cree en verdad en el periodismo, tiraría de la chequera como lo hizo el Herald en 1871 para encontrar al explorador David Livingstone; se sentaría en una mesa con sus reporteros para analizar la credibilidad de garganta profunda... El periodismo no sólo depende de sus plataformas de difusión. ¡Ojalá todo fuese igual que con la hamburguesa! Seguro que los expertos holandeses darán con la química que lleve a convencer al paladar de que no hay diferencia entre el original y la imitación. Nadie sabe si entre la familia Graham y Bezos hay un pacto de honor, entre cuyos principios aparezca bien grande no ultrajar la independencia ganada, ni tampoco caer bajo el peso de la fuerza corrupta de un gobierno. ¿Estos logros que atraviesan una y otra vez la historia del periodismo, jaleado por revoluciones y maniatado por dictaduras, forman parte de las prioridades de un universo ocupado en encontrar la quintaesencia de un negocio que rompe los límites de lo factible? Habrá que esperar para ver si va a la papelera un hito, o dos o tres, en la zafra de dejar expedito el camino.