Es la palabra que mejor define nuestra relación con el problema de tener en Andalucía la última colonia del continente europeo. En 1704 una escuadra inglesa tomó Gibraltar en nombre del archiduque Carlos que luchaba por la corona de España con quien acabaría convirtiéndose en Felipe V. Cuando acabó la Guerra de Sucesión los ingleses se negaron a devolverlo y el Tratado de Utrecht de 1714 confirmó su cesión sin comunicación con tierra ni aguas territoriales y con la obligación de devolverlo a España si un día dejaba de interesarle. Desde entonces Londres ha incumplido las tres condiciones: aprovechando la postración de nuestro país y alegando motivos humanitarios instaló durante la Segunda Guerra Mundial un hospital y luego un aeropuerto en el istmo, del que no se retiró cuando acabó el conflicto. Además permite a los gibraltareños decidir sobre el futuro de la colonia cuando los habitantes originales de Gibraltar viven hoy expulsados en La Línea. Y ahora, en la gota que colma el vaso, echan bloques de cemento que impiden faenar a nuestros pescadores en aguas que el Tratado de Utrecht dejó siempre claro que eran españolas, en lo que parece una repetición de la maniobra del istmo 70 años más tarde. Ante tanta mala fe hay razón para el cabreo.

Lo que pasa es que el malhumor no lleva a ninguna parte y las actitudes viscerales son malas consejeras para una situación que requiere frialdad y mente clara. Con Gibraltar lo hemos intentado todo, desde tomarlo por las armas hasta negociar de buena fe. Nada ha resultado. Fernando Castiella, conocido como el ministro del Asunto Exterior por su fijación con Gibraltar, aplicó una política de presión con cierre de la frontera en 1969, logrando que la ONU lo declarase territorio sometido a descolonización y que cada año pida a España y al Reino Unido que busquen una solución bilateral al problema. Morán firmó la Declaración de Bruselas que abría una etapa nueva de negociación y con Piqué estuvimos cerca de un acuerdo de cosoberanía que se frustró cuando un referéndum organizado a uña de caballo en Gibraltar demostró que el 99% de los llanitos querían seguir siendo británicos. Moratinos cambió de táctica, les dio voz en el Foro Tripartito, ventajas para uso del aeropuerto y en comunicaciones telefónicas y hasta visitó la colonia, el único ministro que lo ha hecho hasta la fecha. A pesar de estos gestos, los resultados han sido nulos pues los 29.000 llanitos aprobaron en 2006 una llamada Constitution Order, que presentan como ejercicio de un presunto derecho de autodeterminación que la ONU no les reconoce y han logrado que su federación de fútbol sea aceptada en la UEFA. Los gibraltareños nunca tendrán un equipo de fútbol que infunda respeto pero el hecho muestra una voluntad tocarnos las narices, como nos molesta una política fiscal que ampara fraudes, lavados de dinero y evasiones fiscales (hay 80.000 empresas en 4,8 km2), el contrabando, el extenso uso de bunkering (transvases de petróleo sin impuestos en aguas de la bahía con alto riesgo medioambiental) y el amparo a saqueadores de tesoros sumergidos como el hecho por Odyssey con la fragata Mercedes, que logramos recuperar tras una dura batalla legal en los Estados Unidos en la que tuve el honor de estar involucrado. Son solo algunos ejemplos.

De modo que hemos intentado todo y nada ha funcionado. Entonces ¿qué hacemos? Lo primero es dejar de pegar tumbos y buscar un acuerdo nacional entre los grandes partidos del arco parlamentario sobre la base de los derechos que nos reconocen el Tratado de Utrecht y la legalidad de la ONU, porque estamos ante un asunto de estado y no de partido y por eso no tiene sentido que cada ministro trate de descubrir la fórmula filosofal para arreglar él solo el problema (todos los ministros de Asuntos Exteriores quieren dejar su sello en Gibraltar, el Sahara y Cuba, son como niños). Debe quedar claro que estamos ante un asunto de soberanía del que solo se habla entre Madrid y Londres. Lo segundo es consolidar un frente interno con los andaluces (pescadores, trabajadores en la colonia) que con frecuencia se ven perjudicados por las medidas españolas y que no deben pagar las consecuencias de un contencioso histórico que les desborda. Debemos mejorar sus condiciones de vida e indemnizarles por los perjuicios que se les creen (nunca será mucho dinero) porque de lo contrario tendremos el enemigo en casa. Lo tercero es poner a los gibraltareños en su sitio y no aceptarles ningún expansionismo terrestre o marítimo ni tolerarles ninguna ilegalidad más. La presión deberá luego graduarse en función de su comportamiento sobre la base de que combatir tráficos ilegales no es maltratarles y que se deben guardar criterios de proporcionalidad, como nos pide Europa, con un territorio que no forma parte del acuerdo de Schengen.

De modo que política consensuada, firme, a largo plazo y sin vaivenes pero sin hacernos tampoco ilusiones porque el fin del anacronismo colonial está tan lejos como siempre y lo seguirá estando mientras los llanitos tengan casi el doble de renta y su desempleo sea del 3% frente al 29% de Andalucía. Pasa lo mismo que con Ceuta y Melilla, donde los moros desean ser españoles y no marroquíes porque también quieren tener las ventajas de ambos mundos. Mientras lo consigan no cambiará el fondo de un problema que tampoco tiene mayor importancia en pleno siglo XXI más allá del irritante colonial, pues ya hace años que Máximo dibujaba un mapa de España cuya costa estaba llena de letreros de vendido y llevaba un subtítulo que decía: Gibraltar español.