Somos máquinas. No es un disparate; es una verdad sobradamente demostrada. Tenemos motores, tenemos controles, consumimos energía, desprendemos residuos, nos desgastamos€ Todo lo que la industria humana ha reunido en una máquina, también está en nuestro cuerpo. Obedecemos ciegamente las leyes de la mecánica, la química, la termodinámica, la electricidad€ No hay vuelta de hoja: somos máquinas.

Máquinas, pero peculiares. Primero, por la complejidad. Comparada con la máquina artificial más compleja, la máquina humana siempre es inmensamente más complicada. Quizás, ninguna máquina artificial de hoy sea tan compleja como el más sencillo de los animales.

Pero además, son máquinas peculiares porque las artificiales suelen tener un comportamiento determinista. Cuando alguien oprime la tecla "a" en una máquina de escribir o en un ordenador, espera que en el 100% de los casos salga una "a" en el papel o en la pantalla. Nunca una "b". Al contrario, si una persona recibe una bofetada, tiene muchas respuestas posibles: devolverla, huir, llorar, defenderse€ quizás poner la otra mejilla. Cada respuesta tiene una probabilidad determinada, pero casi ninguna alcanza al 100%. Por esto, somos máquinas poco predecibles. Nuestras respuestas sólo pueden ser estimadas por medios estadísticos.

Pero, incluso las máquinas artificiales, las construidas para responder de forma determinista, también son probabilisticas. Piensen, por ejemplo, en las caprichosas averías. Los automóviles de hoy son bastante fiables, pero, después de cinco años, la probabilidad de un fallo es muy grande, como prueba la ITV. Lo cual se parece mucho a la máquina humana: ¿Quién puede decir que han pasado más de cinco años desde la última vez que fue al médico? (o al medicánico, como algunos dicen).

Lo anterior puede aplicarse a las catástrofes. En un caso, una máquina humana comete un error en el control de la velocidad de un tren de y éste, al llegar a una curva decide seguir en línea recta y estamparse contra un muro a una velocidad próxima a la que tiene un avión al despegar, con consecuencias lógicamente catastróficas. Otra máquina humana comete otro error y esparce brasas sobre la hierba seca, las cuales obedecen todas las leyes de la química combinándose con el oxígeno del aire. El resultado son más de 2.000 hectáreas de monte carbonizadas.

Simplemente, son ejemplos del comportamiento de cualquier máquina. Las poco fiables máquinas humanas cometen errores y otras poco fiables máquinas, naturales o artificiales responden de formas no previstas.

Pero hay errores de otro tipo. El cerebro (la máquina) de un político hace algunos cálculos y toma cierta decisión con la razonable seguridad de que nunca lo pillarán con el sobre en las manos. Como la probabilidad de que condenen a un político es muy baja, su máquina no se ha equivocado; no hay ningún error. El error sólo aparece si lo condenan, es decir, casi nunca. O sea, que la diferencia entre los escasos errores que comete el político, con los errores de maquinistas o incendiarios es inmensa. En los dos casos más recientes, ninguno de los dos tuvo ocasión ni tiempo para calcular las consecuencias de sus actos. Su comportamiento fue tan inconsciente como el comportamiento del tren que quiso volar o el de los árboles que se abrasaron, simples e imprevisibles errores de máquina. En cambio, la corrupción del político se hace a plena conciencia. Nunca es un error de máquina y sus cálculos, rechazando la posibilidad de acabar en la cárcel son perfectos. Porque es indudable que hay más corruptos que convictos de corrupción.

La enorme diferencia entre los dos tipos de errores debería reflejarse en las consecuencias penales. En el primer caso, ni el maquinista ni el incendiario tienen culpa. Lo que no significa que deban quedar impunes; aunque sus actos fueran errores involuntarios, una de los factores que deciden el comportamiento es el conocimiento de que, incluso los errores más inocentes tienen consecuencias para el autor. Si no las tuvieran, no habría ningún motivo para extremar las precauciones en el futuro y eso no es bueno: los descarrilamientos y los incendios no deben repetirse. Pero la culpabilidad quien comete un delito a plena conciencia, es indiscutiblemente mayor; no sólo se debe pagar para que el daño no se repita, sino que además se debe castigar un comportamiento perverso realizado de forma calculada. Igualar la culpabilidad en los dos casos sería equivalente a suponer que el accidente del tren fue intencionado.

Un maquinista y un incendiario comparecerán pronto ante la justicia. También comparecerán (¿deberían comparecer?) el cajero de un gran partido, quizás un presidente y unos cuantos (¿cuántos?) políticos. Si la justicia fuera lo que debería ser, los resultados deberían ser automáticos y previsibles. Pero no; la justicia, clara e inequívoca, la aplican unos jueces, máquinas que unas veces tienen averías como toda máquina. Y otras calculan; difícil es saber si bien o mal. Por una razón u otra, el resultado es impredecible. Lo cual no inspira mucha confianza en la justicia.