La financiación ilegal de los partidos es un asunto con demoledora eficacia para corromperlo y ensuciarlo casi todo: administraciones de varios niveles, moral cívica, competencia entre empresas, órganos ejecutivos de éstas, dirigentes políticos y económicos, transparencia fiscal, imagen exterior, credibilidad de las instituciones. Siendo así, cabría intentar imaginar qué grandes beneficios, aunque sean delictivos, «explicarían » que tras más de un tercio de siglo de democracia un mal tan destructivo siga ahí, y los partidos no hayan logrado salir de la ciénaga, pese a las periódicas catarsis. ¿Ganar elecciones? Los partidos tienen medios legales de sobra para financiar sus campañas, y pierden mucho más con el descrédito. ¿Un crimen tonto y antieconómico? La explicación, al final, será mísera: lo que les queda entre las uñas a los que mueven el dinero, un sobresueldo, etcétera.