El poeta Jaume Pomar está unido a una ciudad que no existe: la Palma que va de finales de los 60 hasta muy principios de los 80, de la que fue asiduo paseante y sostén de la mayoría de barras de sus bares. Hoy ya era un hombre de otro tiempo, pero ese tiempo existió y yo aún lo conocí. Hablo del tiempo. A Jaume Pomar también lo conocí, porque esa afición callejera suya impedía a cualquiera no conocer a Jaume Pomar. Pero volvamos al tiempo y su maquillaje. Jazz, cine americano de los cuarenta, literatura italiana y francesa, compromiso político y whisky en vaso largo y con hielo. A estos cinco o seis pilares habría que añadir cierta propensión al mito, un modo de fumar lo más cinematográfico posible y la voluntad de convertirse en algo así como un donjuán, aunque sin el lado alegre de todo eso, sin su lado „digamos„ Martini.

La sombra de cierto mäelstrom interior siempre se asomaba en las ojeras, en la alabanza del perdedor, o en la resaca del día siguiente, temblorosas las manos. Lo que no impedía que al caer la tarde la vida continuara de igual forma que el día anterior. Como continuaba para los protagonistas de I Vitelloni. Al fin y al cabo la ciudad se levantaba y acostaba siempre idéntica a sí misma. Los cambios urbanos aún no habían llegado y el viejo espíritu levítico se sazonaba con unas gotas de extranjería sexual „o sexualidad extranjera„ y la barra de algún bar de Gomila como último puerto de arribada, con el buque más o menos desarbolado. El barrio chino era una escala baudeleriana pasada por Albacete. Llorenç Villalonga „el cronista de esa ciudad que fue„ iba adentrándose en las nieblas del Alzheimer, cuando aún no se llamaba así. La ciudad se aprestaba también a firmar un tosco y perjudicial tratado con el Alzheimer, es decir con la amnesia de sí misma. A ese mundo pertenecía Jaume Pomar. Y ese mundo era, también, Jaume Pomar. Parte de él, quiero decir, y su testigo.

Lo recuerdo ahora en una estampa que fue un clásico de la ciudad de la que hablo: Pomar tocando el piano en el Bar Bruselas. Exactamente tocando As time goes by, que sería una buena banda sonora de lo citado más arriba. Y este recuerdo no es sólo mío, sino generacional. Muchos han de recordarlo así: tocando ese himno de Casablanca en el Bruselas, donde tenía establecido sus astilleros habituales. Porque Pomar era un hombre que necesitaba de ciertos puntales para sobrevivirse, como los necesitan los barcos fuera del agua para sostenerse. Necesitaba considerar su vida como una película y a él como su protagonista. Necesitaba el whisky para soportar esa película y también a sí mismo. Necesitaba pelearse con sus contertulios „a veces a puñetazo limpio„ cuando la sombra negra „y la sombra negra era él„ se apoderaba de sí. Todo eso combinado con evocaciones de Pavese, citas de Ferrater y de Gramsci, recuerdos villalonguianos y traducciones de literatura francesa (él fue el primero en España que tradujo al nobel Le Clézio). La chanson también intervenía en su imaginario sentimental; como la cançó lo hacía en el político. Éste era Pomar, el mismo del que tenías que escapar „o ponerte enérgico con él„ cuando se acercaba con voz aflautada e irritantes intenciones; el mismo cuyo cuerpo temblaba de una ira sorda al rememorar viejas „y algunas, atávicas„ afrentas de las que se erigía en victimario; el mismo que exponía demasiado sus debilidades imponiéndoselas a los demás. En esos momentos la picada de su aguijón era famosa y el insulto o el grito brotaban con cierta facilidad. Pero también éste era el Jaume Pomar que escribía sus versos. Un poeta que sabías de verdad, como exigió Goethe. Era de verdad en su poesía „lo más importante de su vida y Elegies su mejor libro„ y lo era también en ese complicado personaje que había creado, gustara más o menos. ¿Había creado él o lo había creado la cerrazón de la ciudad, la insania de la provincia, la maldición insular? Dejémoslo en empate.

Antes he citado el Bruselas pero lo recuerdo en El Espejo y en el Pou Bò y en el Bosch y en el Formentor y en el Joe´s y en el Duksa. Lo recuerdo sonriendo y lo recuerdo tenso „como alguien en permanente estado de ser atacado„, pero estuviera como estuviera no lo recuerdo feliz, ya me entienden. La felicidad „o su simulacro„ no parecía su vocación. Ajustaba cuentas con el tiempo y acababa ajustándolas consigo mismo, aunque fuera por vía „es decir, puño„ interpuesta. Pero era un poeta, no un impostor. El tiempo de los ladrones y de los impostores aún no había llegado y los que no eran lo que aparentaban, desaparecían pronto. En cuanto a Villalonga, en su memoria encontró refugio y ese refugio le mantuvo como escritor y como voluntarista guardabosques del territorio villalonguiano. No es mal territorio y sobre él escribió muy buenas páginas y otras más rutinarias.

Pero luego estamos el resto, partícipes y celebrantes de una cultura que está tan enferma como todo lo demás. O se desprecia grosso modo y por puro desdén narcisista, o se dicen tonterías laudatorias ante todo cadáver cultural, en beneficio de unos intereses que son políticos y endogámicos. Que son otra historia, no literatura. Dos cosas me han sorprendido del adiós a Pomar, pero siempre me sorprendo de la magnificencia de los adioses en comparación con la cicatería local con los vivos. Una ha sido que algunos de sus actuales colegas destacaran "su enorme cultura literaria". Otra que en la hora de la muerte „no antes: nunca oí ni leí eso antes y él seguro que tampoco„ lo consideraran "el mejor poeta de su generación". Ambas cosas le habrían gustado y sólo por eso estarían bien, pero vayamos por partes. Pomar era un escritor culto, que es el deber esencial de todo escritor: ser culto, además de escribir bien. Pero no un hombre que destacara por "su enorme cultura literaria". Destacaba hoy, sí, con el panorama salpicado de escribanos y escritores „si puede llamárseles así„ incultos, pero no en su época, no en la época que conocí y donde le conocí, en la que la mayoría de escritores eran cultos. Como lo era él. Una época, por cierto, que entonces „aunque no fuéramos conscientes de ello„ ya estaba en trance de desaparición. Tampoco la ciudad es ahora la que fue su ciudad. Él continuaba atravesándola hasta hace poco como un fantasma de entonces. Nadie está libre de eso y empieza a ocurrir cuando uno menos se lo espera.

En cuanto al mejor poeta de su generación, eso es muy bonito y lapidario, pero basta „y es mucho„ con haber escrito algunos buenos poemas. Los poetas quedan por un puñado de buenos poemas „si llegan„ y la poesía catalana ni empieza ni acaba en Mallorca. Si hablamos de la isla, su generación dio también a Miquel Bauçà y al gran Damià Huguet. En fin, ya querríamos tenerlos hoy. Si pensamos más allá, no podemos olvidar „todo lo contrario„ a Gimferrer, a Parcerisas y a Josep Elías (que fue su amigo y murió demasiado pronto). Jaume Pomar era poeta y perteneció a esa generación nacida a mitad de los 40. No es poco; ser poeta y serlo de tu propio tiempo. No se trata de quien fue mejor cuando uno ya no está. Se trata de otra cosa que sí es poesía y es misterio y Jaume lo supo y vivió por y para ello. Sólo añadiré algo que sé que le habría gustado leer. Una de las últimas veces que nos vimos fue, por puro azar, en Venecia. Él estaba en un crucero y al día siguiente se dirigía, si mal no recuerdo, a Grecia. Lo vi „parecía sereno y feliz„ como nunca lo había visto y éste no es un mal epitafio, ni un mal entorno „fuera de su ciudad„ para recordarlo, créanme. Y lean „o relean„ Elegies.