A los nostálgicos, suelen enamorarnos lo en que alguien rememora el pasado. Desde aventuras de infancia, la mejor, sin lugar a dudas, es la de El pequeño príncipe, hasta los poemas de algunos amigos y amigas que, al cabo del tiempo, me han entregado en un gesto de rendición de amistad porque en la entrega les iba la vida, la vida primera, la auténtica vida.

Pero reconozco que, en toda esta maraña de libros de recuerdos, los dietarios y las memorias, en la medida en que las palabras, es decir, el lenguaje en cuanto tal, han merecido un cultivo meticuloso a la vez que emocionalmente cargado de sensibilidad, dietarios y memorias constituyen una adicción casi pecaminosa porque consiguen trasportarme hasta esa zona en que sus autores intentan salvaguardar lo mejor de ellos mismos. Y mientras leo sus palabras, exquisitas aunque sencillas, levanto el vuelo sagrado de su privacidad hasta hacerme una idea, más o menos cierta, de quiénes son, cómo piensan, sueñan y desean. Se trata de una experiencia casi religiosa, como esos momentos en que, sumergido en la oración, parece que penetras el misterio de Dios y le descubres como Alguien capaz de conjugar la misericordia y la justicia. La última obsesión de mi vida: misericordia y justicia. Los nostálgicos, que solemos, además, ser hipocondríacos y capaces de comprender del todo la amistad más peligrosa. En fin.

Pues bien, en las últimas semanas, leo una pretendida novela breve de José Carlos Llop, siempre amigo en la realidad y en la memoria, que seguramente los lectores de este texto ya conocen, entre otras razones por el comentario crítico que, en su momento, le hiciera Carlos Garrido en las páginas literarias de este diario. Y tal vez, por supuesto, hayan leído sin más: Solsticio, 126 páginas de tamaño medio, divididas en 18 minicapítulos, casi como si se tratara de un poemario en la línea de un Valente mediterráneo. Y como siempre, esas páginas se convierten, no solo para el autor, en máquina de memoria, en estructura de recuerdos, en aquellas personas que hemos amado tanto. Y sobre todo en culto a la geografía, un culto que todo escritor de raza cultiva hasta convertirlo en palabras, su propia geografía literaria. Ahora mismo, recuerdo toda la obra de Homero y el viaje exterior a interior de Ulises, el más impresionante de los personajes que alguien haya convertido en texto escrito, sobre todo para un mediterráneo genérico.

José Carlos moviliza en mí, siempre que le leo, y sobre todo cuando leo sus memorias mínimas, que esto son sus dietarios y poemas; moviliza en mí los fantasmas de los recuerdos, de la memoria, de las personas amadas y en fin, de la geografía por donde he paseado la pequeña vida que ya he vivido. Para que me comprendan del todo, José Carlos me ayuda, con sus palabras, a dejarme vencer por la manía de ser humano ante el pasado, ante mi propio pasado, al permitirme penetrar en el suyo. Estoy, pues, en permanente deuda con él, con el amigo que forma parte privilegiada de mi nostalgia.

Ya comenté al tratarse de La ciudad sumergida, que un jesuita francés me ponderó a su paso por Madrid y hasta me preguntó si el autor había tenido obra anterior, todo con gran admiración e interés, Ya comenté que el libro era una especie de dietario a partir de la relación existencial entre Palma y José Carlos Llop, lo mejor que hasta hoy mismo ha escrito mi admirado amigo. Pues bien, no he podido evitar, al leerme de un tirón y más tarde releer en momentos distanciados para degustar las palabras en cuanto tales solsticio, hacerme la idea que que leía una continuación de la ciudad dormida ya conocida, aunque en diferente clave literaria, pero no tan diferente. Porque José Carlos, y perdón por la pretendida cercanía, también es un nostálgico de pro, cualidad que se percibe en su mirada y sobre todo en esa sonrisa algo irónica que desprende su rostro, cada vez más europeo. Describe y narra, depende del momento, con cariño evidente por lo descrito y narrado; depende del momento, una cercana lejanía de la materia contada, como si fuera parte de la misma pero a la vez la contemplara desde la distancia. Esta tensión literaria me lleva a preguntarme de qué extraña manera contabiliza Llop la memoria entera de su vida. En la fusión pero nunca en la confusión.

Y retomo el título de estas obligadas líneas. Sí, mi amigo y escritor tiene el don, fruto también de un esforzado trabajo cotidiano, de trasmitir a los lectores "la vida secreta de las palabras", según el título del ya emblemático film de Isabel Coixet. Porque las palabras, precisamente al tener vida secreta, se convierten en un severo diálogo que acaba en poder del lector. En fin, mi querido José Carlos, que gracias una vez más por entregarnos tu íntimo diálogo con las palabras escogidas para transmitirnos tu tiempo de vida. Ese tiempo estival pasado en La Batería de la costa cercana a Artá, con el mulo loco y Juan, tu padre, dando botes en el coche del amigo. Eran otros tiempos, está claro. Otros tiempos cuya naturaleza metafísica describes tan perfectamente en el capítulo 15, titulado "Ser y tiempo". El ser de la belleza y el tiempo de la escritura. La cercana distancia.