Se piense lo que se piense del comportamiento de la mayoría política catalana y de su estrategia soberanista, lo cierto es que no parece que el tratamiento que da el Estado al problema objetivo del independentismo esté favoreciendo una minoración de las fuerzas centrífugas que han adoptado una actitud crecientemente rupturista desde que el Tribunal Constitucional, en polémica sentencia, desactivó bastante de los rasgos más característicos de la reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña€ después de que el texto hubiera sido ratificado por el Parlamento español, por el de Cataluña y por el pueblo catalán en referéndum. Este domingo, Josep Rull, actual "número dos" de Convergència Democrática de Catalunya mientras Oriol Pujol soluciona sus problemas judiciales, declaraba a un periodista de la prensa capitalina: "Fíjese que CDC nunca ha sido independentista, siempre ha trabajado para tender puentes con España, convencida de que una España más europea acabaría entendiendo a Cataluña. A partir de la sentencia del Estatuto constatamos que España ha renunciado a ser el Estado de los catalanes. Y consideramos que tenemos derecho a erigir nuestro propio Estado. Cataluña no es viable como una autonomía dentro de España pero es perfectamente viable como Estado soberano dentro de Europa".

En definitiva, los soberanistas acusan al Estado español, es decir, al gobierno y al conjunto de las fuerzas políticas de este país, de insensibilidad, de no haber sabido ofrecer una respuesta a los requerimientos y las inquietudes de una Cataluña que se ha sentido postergada políticamente y sobreexplotada económicamente por un sistema de financiación injusto. Entiéndaseme bien: ésta es la percepción del sector más nacionalista de Cataluña, que parece tener cierto arraigo social puesto que las dos fuerzas hegemónicas de la comunidad autónoma son en este momento CiU y ERC.

Naturalmente, estos forcejeos identitarios tienen siempre una fuerte carga subjetiva, pero sería muy aventurado y probablemente irreal pensar que la tensión existente proviene sólo de la actitud de una de las partes. El Estado español debió prever que el sistema establecido de reforma de los Estatutos podría generar una gran desafección si el Constitucional decidiera enmendar una opción avalada por el sufragio popular. Y "Madrid", este concepto expresivo que resume a las instituciones centrales, debió haber sido más receptivo ante las constantes protestas de las administraciones catalanas al respecto de su financiación, que derivaban en denuncias concretas de agravios concretos, muchos de los cuales son ciertos y mensurables.

Ahora, cuando el disenso está caldeado, las únicas medidas del gobierno relativas al gran diferendo son recurrir una declaración parlamentaria puramente retórica ante el Constitucional y anunciar una ley de Educación que ataca los cimientos de la inmersión lingüística „una fórmula que hace tiempo que dejó de forma parte del debate y que el propio Aznar bendijo durante sus ocho años de gobierno„ y reduce la autonomía catalana a la hora de fijar los contenidos lectivos del sistema. Evidentemente, estos desaires no alteran el fondo del problema pero tampoco contribuyen a encauzarlo, a establecer las condiciones que lo hagan susceptible de discurrir hacia una solución.

Por decirlo más claro, quizá fuera pertinente que el presidente del Gobierno tomara la iniciativa pacificadora ofreciendo un sistema de financiación paccionado que tuviera en cuenta las reclamaciones que resulten ser legítimas de Cataluña. Y una fórmula más "federal" que resuelva políticamente otros aspectos de la reivindicación. No parece muy sensato que el Gobierno se mantenga siempre a la defensiva y con la mirada perdida en el horizonte, como si la ruptura no fuera realmente una amenazadora posibilidad.

* Twitter: @Apapell