Cuando Josep Maria de Sagarra desembarcó en Tahití se encontró con un catalán que tenía negocios en la Polinesia francesa. Eso fue en el invierno de 1937, en plena guerra civil, un momento en el que no estaban las cosas para hacer negocios de ninguna clase. Y en un periodo histórico aún peor, en el invierno de 1945, cuando Budapest estaba sitiada por las tropas soviéticas, había un empresario catalán en la ciudad que se dedicaba a vender tapones de corcho (lo ha contado hace poco Eugenio Suárez, el exmarido de nuestra Marichu Suárez, que estuvo de corresponsal en Budapest durante aquellos años). Y Gerald Brenan contaba que había conocido en las Alpujarras, a finales de los años 20, a un ingeniero catalán que soñaba con una revolución comunista, porque estaba harto del atraso y de la pobreza que reinaban en el resto del país.

Nadie podrá negar que los catalanes han sabido demostrar una iniciativa empresarial y una capacidad de trabajo muy superior a la que había en el resto de España. Mientras que el resto del país vivía aferrado a los mitos del hidalgo que despreciaba el trabajo y del pícaro que se buscaba la vida a la buena de Dios, en Cataluña la gente trabajaba duro y se dedicaba al comercio y a la industria. Todo eso ocurrió a lo largo del siglo XVIII y sobre todo en el siglo XIX, y una de las grandes tragedias de nuestro país es que Cataluña nunca lograra imponer ese modelo social al otro lado del Ebro. En dos momentos de nuestra historia estuvimos a punto de lograr que un político catalán dirigiera el país, con lo que podría haberse iniciado un proceso gradual de cambios que nos convirtiera en un país muy distinto. La primera vez fue con el general Prim, que echó a Isabel II y se trajo un rey italiano con la idea de crear un país nuevo „laico, moderno y liberal y que respetara los intereses de Cataluña„, la misma esperanza que 60 años más tarde impulsaba al ingeniero catalán que Brenan se encontró en las Alpujarras. Y la otra fue durante el reinado de Alfonso XIII, en 1918, en un momento de grave agitación social, cuando el financiero Francesc Cambó estuvo a punto de ser nombrado presidente del gobierno con un programa reformista y catalanista.

En las dos ocasiones el proyecto fracasó. En el caso de Prim, porque los sectores más reaccionarios se aliaron con los más revolucionarios „una alianza que en España ha funcionado muchas más veces de las que nos creemos„, y tramaron una conjura para que unos republicanos exaltados (aunque pagados con dinero de la vieja aristocracia) mataran a tiros al general Prim. Y el proyecto de Cambó fracasó por las mismas razones, aunque en su caso ni siquiera hubo que derramar sangre: los monárquicos más retrógrados se negaron a que un catalán dirigiera el gobierno, mientras que los sectores más progresistas se opusieron a que un financiero riquísimo „¡y encima catalán!„ se encargara de dirigir los asuntos de Estado.

Hace treinta años hubo un último intento de implantar ese mismo modelo de país: fue la "Operación Roca", que creó un partido reformista dirigido por Miquel Roca i Junyent (coaligado con la CiU de Jordi Pujol), con un programa basado en la eficiencia y en el ideal europeísta. Pero el proyecto fue un fracaso morrocotudo. En las elecciones de 1986 no logró sacar ni un solo diputado.

¿Queda algo de aquel espíritu en la Cataluña actual? No lo sé, y eso que la idea de que los catalanes son un pueblo mucho más eficiente y europeo que los demás pueblos hispánicos es uno de los mitos fundacionales del independentismo. Si los demás son „o mejor dicho, somos„ indolentes, incapaces, corruptos y despilfarradores, los catalanes son industriosos, ahorrativos y buenos administradores. Ése es el mito, claro, aunque la realidad es bien distinta. De momento, por lo que vamos sabiendo, la clase política catalana ha demostrado ser igual de chapucera que la clase política del resto del país. Y la sociedad catalana está tan sometida a las subvenciones y a las ayudas como la región más atrasada de Andalucía. Y hasta hubo un exconseller (de ERC, creo) al que le encontraron un alijo de tabaco de contrabando en el garaje de su casa, como si fuera un sargento de carabineros de Los cuernos de don Friolera de Valle-Inclán. Y que conste que no me alegra nada haber descubierto todo eso: si quizá es cierto que fuimos muy distintos en el pasado, ahora ya no hay nada, o casi nada, que nos distinga a unos y a otros.