Entre otras cosas, íbamos a eso, a no hablar, a retirarnos durante tres días a un monasterio. Casi cuarenta personas que comparten comedor en estricto silencio. Tan sólo se oye el tintineo de los cubiertos, alguna tos, carraspeo o suspiro, incluso el ruido de las bocas que mastican el alimento y la posterior deglución. El sonido de las tripas. Casi nadie se atreve a sostener la mirada del otro. Se evitan. Algunos miran al infinito. La comida es frugal, digna. No sobra ni falta nada. Mi mente se dispara: como si estuviera viendo una película de cine mudo. El lado cómico que anida en todo asunto serio. Y en muchos casos, menos mal que es así. El espíritu burlón que sigue ahí, tratando de sabotearlo todo. Pero, en fin, esto es anecdótico y entra dentro del territorio literario o, si quieren, cinematográfico. Una vez superada la resistencia inicial en forma de leve escepticismo, la experiencia va cobrando sentido. Y, por unos momentos, uno siente la tentación de quedarse a vivir allí y a seguir en silencio durante años. El silencio también puede ser adictivo.

Luego, nos veremos en el claustro o en los alrededores del convento. Algunos persisten en su actitud reconcentrada, otros toman el sol, los demás caminan. Nos cruzamos y nos sonreímos. Pero ni una palabra. Y uno piensa que, en verdad, no hacen falta tantas palabras, tanta verbalización, tanta metralla acústica para comunicarse. El hombre que da el curso de meditación afirma que no cree mucho en la esperanza, que está sobrevalorada, pues es una fuente de desasosiego y de frustración. Al crear demasiadas expectativas, uno pone el listón muy alto y sus deseos suelen quedar defraudados. La esperanza, contra todo pronóstico, resulta ser una trampa, una manera de posponer o diferir la vida, el presente. Eso me recuerda la sentencia de algún estoico, tal vez Marco Aurelio, que zanja la cuestión de esta forma: "sin esperanza, pero sin desesperación." Hace falta ser muy, pero que muy sabio para llegar a este tipo de conclusiones. Haber alcanzado un temple casi inexpugnable. Sobrevivir en el centro del desastre, mantener el tipo en medio de la catástrofe. Pero estábamos en la experiencia del silencio. Un silencio en soledad es relativamente fácil, por lo menos para quienes pensamos que el silencio no es una desgracia, sino en muchos casos, en la mayoría, una bendición. Y ya nos entendemos cuando hablamos de silencio, pues hay calidades incluso en el silencio. No hace falta insistir en la diferencia abismal que existe entre un silencio impuesto y un silencio elegido. Pero me estoy refiriendo a un silencio en comunidad. Del mismo modo, la celda era un ejemplo de austeridad. Una austeridad elegida y no impuesta. Ya me entienden. Ahora que el término austeridad está tan en boga. Da qué pensar. Si uno hubiera sido relativamente austero, ahora mismo no nos veríamos en la triste situación de ser sometidos a una austeridad impuesta por otros. Un austeridad que es equivalente al castigo.

Ese silencio personal y colectivo alcanza tal grado de intensidad que, mientras dura, uno se va percatando de que sobran palabras, de que hablamos demasiado y que, en definitiva, con menos bla bla bla saldríamos mejor parados. A la libertad de expresión habría que añadirle una clásula fundamental: la libertad de estar en silencio, La libertad no es completa si no se observa la libertad de no hablar, de no opinar sobre determinado tema. Me dirán ustedes, y con sobrada razón: tanta palabrería para hablar del silencio, pues menuda contradicción. Pues, sí. Esa es la grandeza humana, pura paradoja. Muchos filósofos llenaron páginas y páginas escribiendo sobre el Vacío o sobre la Nada.

A estas horas, el lector ya habrá desistido de seguir leyendo este artículo.

Pero, sigo. Cuando acabó el retiro, y a pesar de no habernos dirigido la palabra, nos dimos cuenta de que, gracias a este silencio compartido, habíamos creado unos vínculos muy peculiares, una atmósfera de afecto. Como si, en efecto, hubiéramos comprendido que la lengua está hecha también para callar, para no usarla. Gracias a ello, potenciamos el juego de miradas y las sonrisas beatíficas que nos regalamos durante tres días en un monasterio de cuyo nombre sí quiero acordarme y no voy a nombrar. Silencio obliga. Unas miradas, ahora que caigo, no exentas de cierta tensión erótica, pongamos, para no desviarnos, al modo de Santa Teresa o de San Juan de la Cruz. Ya me entienden.

Luego, toca regresar, descender de la montaña mágica y acercarse al valle, a la ciudad, empezar a detectar ruidos, las pequeñas o grandes catástrofes cotidianas, las miserias habituales. En fin, eso que insistimos en llamar normalidad.