Se ha aprobado la declaración soberanista de Cataluña, que responde a los planteamientos rupturistas de Esquerra Republicana, una formación alejada del espacio sociológico central. El "sí" ha contado con 85 votos, cinco menos de los dos tercios de la cámara, procedentes de CiU, ERC, IC y un voto del CUP. Y ni siquiera quienes han sacado adelante su posición han dejado de ver que esta decisión rupturista, fruto de un arrebato autocomplaciente de los nacionalistas, no es buena noticia. Y no sólo porque abre un camino cargado de incertidumbres que quizá sólo conduzca a la melancolía sino también porque constata una colosal ruptura social, cuyas consecuencias pasarán un día factura a quienes con tanta ligereza han optado por ella.

Cataluña ha sido siempre, durante todo su proceso de modernización, una región extremadamente compleja, en la que han convivido sin problemas la multiplicidad de etnias y culturas que se han amalgamado en este confín del Mediterráneo en su polícroma encrucijada histórica. Más allá de los tópicos falaces que reconstruyen una historia nítida y lineal que sólo existió en el delirio enfermizo de los nacionalistas, es poco discutible que la nación catalana ha sido un crisol donde España se ha fundido y se ha enriquecido con otras perspectivas, formándose una rica periferia que ha actuado de contrapunto a la austera Castilla. Todo ello ha engendrado una personalidad singular, basada en el idioma y en la cultura autóctonos pero muy permeable a todas las influencias, acogedora, capaz de integrar la emigración en una sola generación, algo insólito en otros confines de la Península. Y el resultado ha sido una comunidad con un plural sentimiento de pertenencia en la que ha convivido una mayoría que se siente tan española como catalana con otros grupos más catalanes que españoles y al contrario.

La ruptura que acaba de producirse quiebra esta naturalidad fecunda que ha sido hasta ahora completamente funcional, llena de suspicacias el sentimiento de identidad y obliga a todos a tomar partido, lo que extiende por doquier la desconfianza. Ya no se puede ser catalán como antes, sin dar explicaciones. Ahora hay que hacer definiciones, tomar partido, diferenciarse del vecino, ponerse frente a él, marcar distancias. Cataluña se ha roto, y prueba de ello es que las principales formaciones ya han saltado por los aires. En el seno de CiU, el antagonismo entre visiones identitarias distintas ha hecho saltar las primeras chispas. Y el PSC ha vuelto a evidenciar su escisión íntima.

Quien ha abierto la brecha tendrá que cargar con las consecuencias. Quien ha olvidado que en Cataluña se vive un desempleo insoportable y vuelven a asomar en algunas esquinas síntomas de hambre física para embriagarse con un absurdo, reconcentrado y agresivo ímpetu nacionalista, tendrá que pagar el día de mañana la factura de esta cuña que acaba de introducirse en un cuerpo sano que ahora sangra de particularismo y desamor. Y, por supuesto, la Cataluña independiente ya no tendrá que pagar cuotas de solidaridad al resto del Estado: éste es el gran mensaje magnánimo del nacionalismo rampante, tan poseído de sí mismo que se ha enquistado en un egoísmo rancio y antiguo, y que no ha quedado atrás en la carrera desenfrenada de corrupción y decadencia que vive este país.