Está empezando a tomar forma un movimiento en la red que desearía ser parcial o totalmente olvidado. Es la tendencia inversa al anhelo de ser recordado a toda costa, incluso después de muerto. Nos hemos convertido en seres públicos, demasiado públicos y, por tanto, cualquier dato personal queda almacenado en la red y, en consecuencia, estamos abiertos, demasiado abiertos a que hurguen en nuestra vida. Estamos a merced de la curiosidad o ganas de cotilleo del internauta de turno. Todas las grandes palabras tienen su parte oscura, su reverso indeseable. Incluso la libertad no puede medirse en términos absolutos, ya que puede colisionar con la libertad del otro. La libertad llevada al extremo degenera en abuso. Lo mismo ocurre con la memoria. No se puede recordar todo. Si así fuese, viviríamos muy mal, martirizados por recuerdos minuciosos que no nos dejarían respirar. El exceso de memoria conduce inexorablemente al rencor. En suma, al dolor. De ahí que el olvido, término injustamente denostado o tratado, por lo menos, con una parcialidad tuerta, emerja ahora como un alivio para quienes deseen desaparecer por un tiempo, o de forma definitiva, de la red. La transparencia también tiene su cara oculta, su zona negra. De un tiempo a esta parte, pronunciar el término transparencia es equivalente a deletrear la palabra bondad. Y, cuidado con el exceso de transparencia, que nos puede llevar al control exhaustivo de nuestros movimientos, a exhibir cualquier chorrada por el mero hecho de ser nuestra, y encima ser compartida. No se trata de ocultarse por que tengamos algo que esconder, sino por que no nos da la gana mostrarlo todo, que es distinto. Hay una libertad de mostrar y exponer, y otra libertad que consiste en tener el derecho a no exhibirse, a no estar-ahí-en-la-red, como diría un Heidegger internáutico. Los términos absolutos, incluso los en principio bondadosos, pueden acabar siendo funestos, incluso criminales. La verdad tampoco puede ser equiparada con la transparencia. Recuerden que el torturador también busca la verdad, y hace cualquier cosa para arrancársela a la víctima. Lo mismo ocurre con la transparencia o con el recuerdo permanente: ambos son insoportables. Todo el mundo debería tener el derecho a la rectificación y al borrado de ciertas huellas. Hablo como un presunto delincuente, pero es que de algún modo nos empujan a adoptar este tipo de actitudes altamente sospechosas. Nos tratan como tales, en perpetua vigilancia, aunque luego el discurso sea el contrario: no te vigilamos, lo que ocurre es que cuidamos de ti. De hecho, el verbo ser tendría que ser revisado. Si no estás en la red, no eres nadie. Y eso es duro de digerir. Algo querrá ocultar, dirán algunos, cuando persiste en defender el derecho a disponer de zonas de sombra, allí donde los potentes focos del penal no alcanzan.

En cualquier caso, nos hemos convertidos en seres tan transparentes que, y valga la paradoja, nuestra única opción es la de ocultarnos en la propia transparencia. Como la carta robada de Poe, que estaba delante de nuestras narices y, a causa de su extrema visibilidad, acaba por pasarnos desapercibida. Pero, sigamos: la facilidad para darse de alta en alguna compañía es directamente proporcional a las extremas dificultades que nos ponen si se nos ocurre darnos de baja. Si para darse de alta es suficiente con pulsar un botón, para darse de baja, para borrarse, para desaparecer nos exigen, como mínimo, una carta escrita con pluma, un papiro de los de entonces. Son muy cucos, pues saben que nuestra paciencia es corta y acabaremos por claudicar y dejarlo, por favor, como está. El mundo será más o menos libre cuando a la libertad de aparecer y exponerse se le contrarreste con la libertad de no estar, de no aparecer, de no ser. Es cierto que a todo este discurso se le puede oponer el contrario: el del derecho al recuerdo. Ciertamente, pero nos alargaríamos en demasía. Lo estamos aceptando con una sonrisa, pues en el fondo nos gusta estar ahí, disponibles, visibles, existentes. Sin embargo, basta con dar la vuelta a la moneda y nos toparemos con la utopía negativa, con la pesadilla de un sistema de control altamante perfeccionado para el que no existen zonas muertas, márgenes de libertad, olvidos. Todo queda almacenado en esta máquina de la memoria. No tenemos escapatoria. Pero no se alarmen. Todo es acostumbrarse. El Narciso que todos albergamos gusta de mirarse en las aguas del estanque para decirse a sí mismo: existo y qué guapo soy. Sabemos que estamos bajo control, pero preferimos la compañía fría de los amigos de la red, esa multitud impalpable que nos fija ante la pantalla. Hemos llegado a un punto de no retorno: ahora que hemos conseguido estar en la red, qué frío va a hacer si nos borran. Pensémoslo. Nos echaríamos de menos. Añoraríamos a ese espectro que lleva nuestro nombre. Aun así, me quedo con la equivalencia que establecen en Japón: el derecho al olvido es el derecho a ser feliz. A que nos dejen en paz.