Escapé por un rato de los compromisos en Madrid y me acerqué al Thyssen para ver la exposición temporal de "Gauguin y el viaje a lo exótico", que así se anuncia; fui por las obras y, a su través, reflexionar sobre la vida de un hombre contradictorio como lo somos la mayoría: torturado, idealista, mezquino y con un punto de sinvergüenza.

Nacido en París, sus padres lo llevaron con apenas un año al Perú, huyendo del golpe de Estado de Napoleón III y por estar su madre emparentada con una pudiente familia de allá. Era nieto de Flora Tristán, la feminista cuya vida recreó Vargas Llosa en su 14ª novela publicada en 2003: "El paraíso en la otra esquina". Después, vuelta a Francia a los seis años como un cuasi extranjero que no hablaba francés, adolescente entre algodones, enchufado por el amante de su madre (el padre, un periodista republicano, murió durante el viaje a Sudamérica) en la Bolsa de París y es tras la quiebra de ésta cuando Paul Gauguin, casado con una danesa y con cinco hijos, se planteó „la crisis como oportunidad para emprendedores, afirman hoy por aquí„ dedicarse en exclusiva al arte. Entre la nada y una quimera, que así vivimos todos al decir de Chateaubriand, no tuvo empacho en abandonar a su familia y, después, trasladarse a Panamá, comenzando un periplo que sólo terminaría con su muerte, dieciséis años más tarde.

Esa identidad esquiva, ese "yo" impreciso y siempre necesitado de mejor perfil, es el que el pintor anduvo persiguiendo desde la Martinica a los mares del Sur, y si la propia imagen se construye muchas veces con nostalgias sin fin, disimulos cuando no falsedades que nos dibujen a conveniencia, no alcanzo siquiera a imaginar la ansiedad que supone idear un argumentario que pretenda cimentar sin resquicios la identidad colectiva. Estoy pensando ahora en la CiU catalana, y es que incluso en los museos se le puede ir a uno el santo al cielo. A Gauguin también se le iba la mano en decorar su historia, adulterándola para recrear al personaje cuyo perpetuo desasosiego fue el estímulo para la acción. Nada de salvaje, como le gustaba etiquetarse, ni de sangre india corriendo por sus venas. En realidad, estamos frente a la obra de un burgués arruinado que intentó durante un tiempo vivir a costa de su mujer, con manifiesta deriva hacia la pederastia (muchas de sus amantes indígenas no llegaban a los 14 años) y cuya concepción idílica del mundo primitivo no fue obstáculo para la satisfacción de sus más bajos instintos mientras procuraba, con suerte variable, llegar a ser quien soñaba.

Y, sin embargo, su pincel y esa pintura que para Van Gogh, su amigo por un tiempo, "sale de las entrañas como el esperma sale del sexo", también habla por él, quizá más allá de él mismo y, siquiera en parte, lo redime. El edén que busca se contamina de colonizadores y también con su presencia, un extranjero más, aunque luche denodadamente para preservarlo. El supuesto paraíso le contagia de Fiebre Amarilla, paludismo, lepra, las heridas de su pierna no terminan de cerrar y es presa de la sífilis como otros creadores de la época: desde Lovecraft a Salgari u Oscar Wilde. Al parecer, todos más ocupados en sus pulsiones artísticas que en controlar las aviesas intenciones del Treponema. Pero, con todo y sus miserias, en los lienzos y arpilleras de Gauguin, incluso alguien tan poco entendido como yo mismo puede percibir lo que de entregado, honesto, testimonial, doliente y admirativo, hay en esa colección. "Ya no tengo ataduras; ahora soy libre para crear" -afirmó-, y ahí tenemos "Mujeres en la ribera del río" (una de ellas, su compañera por entonces), "Muchacha con abanico"€ En algunos cuadros, la inocencia desvanecida se refleja en esas jóvenes que han aprendido el pudor y tapan ahora su sexo, haciendo patente (Proust) que los únicos paraísos son los perdidos. Echando la vista atrás, aquí y ahora, ¡qué nos van a contar!

Pese a todo, la frustración no empañará su arte ni siquiera cuando, ya próximo al final de su vida y en las islas Marquesas, donde será enterrado con 54 años, pinta el cuadro que puede contemplarse en la última sala; paisaje que es también, según indican, un testamento más de lo que quiso, de lo que persiguió en esa vida a medio camino entre la exultancia y la catástrofe, un paisaje donde el tinte del cielo anuncia la inminente salida de una luna "que presta sus colores a la muerte". La suya y la de aquello que persiguió más allá de lo razonable: un trozo siquiera del paraíso terrenal.

Me fui del museo rumiando la idea de que nadie como Gauguin para dar razón a quienes afirman que al artista solo cabe juzgarlo por su obra, y es que el otro juicio, el de sus errores, pertenece a esfera distinta. Después, ya en la calle, advertí que la foto de "mi Giovanna por tres horas", el perfil de la enigmática mujer pintada por Ghirlandaio y a quien dediqué un relato con ese título hará veinte años, ya no embellecía la entrada. Por fortuna, adentro sigue Gauguin, y allí estará hasta el 13 de enero. Por si tienen ocasión. De paso, saluden a mi Giovanna si acaso la ven.