Al final hay dos clases de políticos: los que quieren decir que sí, y los que quieren decir que no". La frase es lucida, y suena contundente. Sin ponerles nombre ni apellidos, deja claro quiénes son los buenos, y quiénes los malos. Y según quién la pronuncie, rápidamente nos viene a la cabeza un ejemplo de cada grupo. La dijo Toby Siegler, uno los personajes protagonistas de "El Ala Oeste de la Casa Blanca", que ejerce de Director de Comunicación del Presidente de los Estados Unidos. Es muy curioso aquel capítulo de la serie de culto por excelencia creada por el progre Aaron Sorkin. El gabinete de asesores demócratas se pasa los días buscando frases cortas y efectivas para el único debate electoral televisado, decisivo en la reelección de su jefe frente al candidato republicano. Al final, en uno de esos giros efectistas que abundan en los guiones de Sorkin, el Presidente cierra su discurso afirmando exactamente lo contrario: que la política de verdad, la que importa, la que influye sobre nuestra realidad, la que cambia las cosas, no cabe en frases breves y redondas, porque es mucho más compleja y está más condicionada que la libertad de un escritor de discursos. Esto fue hace ocho años. Hoy las cosas han empeorado por culpa de Twitter. Y del cansancio. La gente no quiere leer largos artículos o entrevistas, y tampoco quiere escuchar discursos grandilocuentes plenos de frases bellas, salvo que los pronuncie Obama, un híbrido entre Martin Luther King y John F. Kennedy que habla con la autoridad de un Moisés contemporáneo. Detrás de él cruzaremos las aguas de esta crisis mundial.

He recordado aquel episodio estos días porque este análisis maniqueo y simplón de la política se está imponiendo de manera abrumadora incluso entre personas inteligentes, quizá hastiadas al comprobar que el análisis profundo de las causas de los problemas no está contribuyendo a solucionarlos. Así que nos vamos a lo simple, a lo superficial, a lo que cala fácilmente en la opinión de las personas cabreadas, angustiadas, o que directamente están pensando en lanzarse al vacío desde el balcón de su casa. Cuidado, que aquí no hablamos de cifras de déficit moldeables como la plastilina, según se lea el balance del derecho o del revés. No nos referimos a presupuestos elaborados sobre el tipo de papel hercúleo que lo aguanta todo sobre su lomo (los gerentes de los hospitales se ríen por no llorar cuando les presentan los suyos). Aquí ya estamos perorando sobre la vida y en la muerte, y más allá de ésta no existe la economía.

Lo más llevadero, lo facilón, es el juicio de intenciones. A mí, que como otros tantos intuí la catástrofe de Zapatero antes que los pirómanos profesionales se acercaran con sus fósforos al árbol caído, jamás se me ocurrió atribuirle el propósito oculto de arruinar el país que presidía. Y no sólo en el plano económico, cuyo máximo pecado fue el de no querer ver, sino en otras cuestiones que han dejado este país como un solar de los que no querría adquirir ni el futuro banco malo. Ahora le toca a Rajoy. Uno escucha a los portadores del megáfono frente a una multitud harta de sufrir penurias, y entiende que la mayoría votó hace un año a un presidente que traía un designio larvado: jodernos bien a todos, en beneficio propio y de sus amigos los banqueros. Se puede discrepar, se debe discrepar, pero tratando de no insultar la inteligencia de los demás. Como los números hoy tienen peor fama que nunca, optamos por no cuantificar el drama terrible y real de los desahucios e instar una enmienda a la totalidad de nuestro sistema financiero, ese que nos ha prestado dinero también a los que de momento sí podemos pagar la hipoteca, que afortunadamente somos la gran mayoría. El debate justo y necesario sobre la necesidad de repartir las cargas de esta crisis se está convirtiendo por algunos de los mayores receptores de subvenciones públicas en una soflama revolucionaria de tintes tercermundistas. Por ejemplo, nos indignamos con las ayudas públicas a la banca, y nos quejamos porque ese dinero no fluye de vuelta en forma de créditos a las familias o las empresas. Pero sí retorna. El problema reside en que el coste de esa financiación lastra nuestros presupuestos e impide ejecutar políticas de crecimiento. Los bancos están comprando deuda pública para que el Estado pueda pagar las nóminas de los funcionarios y mantener los hospitales abiertos. Porque si alguno cerrara, diríamos que el gobierno quiere convertir nuestras ciudades en un gran Benarés europeo, donde la muchedumbre peregrina para morir en sus calles. Es lo que tiene el megáfono, que la competición por saber quién dice la más gorda es gratis total y no la tiene que financiar ningún banco.